miércoles, 29 de diciembre de 2010

CARTA DE AGRADECIMIENTO DR.VARGAS LLOSA




MOCION PARA LA CREACION DE LA “CATEDRA VARGAS LLOSA” EN LAS UNIVERSIDADES INTEGRANTES DE LA ANR.-CONSIDERANDO:
Que la Universidad Peruana se siente orgullosa del reconocimiento universal y unánime al Doctor Mario Vargas Llosa brillante inteligencia del Perú, Premio Nobel de la Literatura 2010, baluarte y defensor de la libertad, cuya vasta obra debe ser motivo del estudio profundo y el análisis en las aulas universitarias.

Por tal motivo proponemos la creación de la “Cátedra Vargas Llosa”, en las universidades que conforman la ANR (Asamblea Nacional de Rectores) para estimular investigaciones sobre su obra motivando en los universitarios la creación literaria, los estudios peruanistas y la práctica de la lectura como herramienta del desarrollo humano.

Por este motivo las universidades que conforman la ANR expresamos nuestro efusivo saludo y reconocimiento al Doctor Mario Vargas Llosa por tan merecido logro intelectual que enorgullece a todos los peruanos.

APROBAR:
La propuesta de creación de la “Cátedra Vargas Llosa”, presentada por el Rector de la Universidad Nacional de Piura doctor José Rodríguez Lichtenheldt, en las universidades que conforman la Asamblea Nacional de Rectores (ANR) iniciativa de la Universidad Nacional de Piura como homenaje de la academia a sus méritos intelectuales.

Rendir homenaje en representación de las universidades públicas y privadas del Perú al doctor Mario Vargas Llosa confiriéndole la más alta condecoración que confiere la ANR elevada cumbre de la intelectualidad peruana. Debiendo otorgarse tal distinción de las universidades del Perú en acto a público a realizarse en próxima fecha.
REGISTRESE, CUMPLASE Y ARCHIVESE.

San Miguel de Piura, 13 de Diciembre del 2010

IVAN RODRIGUEZ CHAVEZ
Presidente de la ANR

sábado, 11 de diciembre de 2010

ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCION


Mario Vargas Llosa
Discurso Nobel (07.12.2010)

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la
sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.

La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad.

Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
© FUNDACIÓN NOBEL 2010 Se concede permiso general para la publicación
en periódicos en cualquier lengua desde el 7 de
diciembre de 2010, a las 17:30 (hora sueca).

(Foto: Caretas)

sábado, 16 de octubre de 2010

LA PIURA DE MI INFANCIA SE ME METIO EN EL ALMA Y NO HA SALIDO DE ALLI


Por: Mario Vargas LLosa

Cuando la conocí, siendo un niño de pantalón corto, Piura era una ciudad de treinta mil almas y el desierto, que la rodeaba por sus cuatro costados, se veía desde todas sus esquinas: arenas blancas y doradas, alborotadas de algarrobos y de médanos que el viento hacía y deshacía a su capricho. En la ciudad de trescientos mil habitantes que es ahora, el desierto ha retrocedido hasta volverse invisible, ahuyentado por innumerables barriadas donde la pobreza se repite y multiplica como pesadilla recurrente.
La Piura de entonces se moría de sed. El río que lleva su nombre era río de avenida y asomaba por la ciudad cada comienzo del verano, en medio de la alegría general: con las aguas llegaba la vida y la recibían todos los piuranos, lanzando cohetones y reventando pólvora, la bendecía el obispo y los churres (los niños) nos revolcábamos en las lenguas líquidas que iban lamiendo el cauce seco, humedeciéndolo, formando pozas y estanques antes de inundarlo y colmarlo. Los seis meses que estaba seco, el cauce del río Piura servía de cancha de fútbol, de refugio a las parejas, y, sobre todo, de escenario para las grandes trompeaderas de los alumnos del Colegio San Miguel, donde hice el último año de la secundaria. Los combatientes se golpeaban en el centro de un gran círculo de espectadores que los enardecía y alentaba con barras y gritos. Con la memoria de estos pugilatos escribí un cuento adolescente, «El desafío», que me ganó, oh maravilla, un viaje a París.
La Piura de estos días vive bajo la amenaza de los aniegos y devastaciones que las lluvias y las crecientes del Niño vienen causando hace años en sus tierras, comunidades y en la misma ciudad. Para contener la furia de esas aguas embravecidas, las alegres barandas del Malecón Eguiguren, donde venían los enamorados a contar las estrellas y a ver la luna bañándose en el río, han sido reemplazadas por unos contrafuertes de cemento que han convertido el más lindo rincón de la antigua ciudad en una especie de búnker. ¡Qué espanto!
Edificios como paquidermos de cemento armado han aplastado a las viejas casonas de portones con clavos y balcones de rejas y la casita donde yo viví, y fui feliz, en la esquina de Tacna y la Avenida Sánchez Cerro, es ahora un chifa lleno de colorines y luces cegadoras, de donde sale una música que rompe los tímpanos. La Plaza Merino parece ser la misma, pero estaba enterrada bajo los toldos y quioscos de una feria y apenas se la divisaba. En todo caso, es seguro que en la casa parroquial de la esquina ya no vive el padre García, filatelista y cascarrabias, que fue mi profesor de religión y que vociferaba desde el púlpito contra la Casa Verde, ni, en la acera de enfrente, esa alumna del Colegio Lourdes, que caminaba como patinando y que a los sanmiguelinos nos cortaba la respiración. Pero la Plaza de Armas casi no ha cambiado. Ahí están los altos, frondosos y rumorosos tamarindos, las estatuas de los héroes epónimos, y las bancas de varillas atestadas de vecinos que han salido a refrescarse, después de un día de calor infernal, con la brisa de la noche. El ambiente es efusivo y jovial, los piropos atrevidos, la coquetería de las chicas audaz, y, en un momento, me pareció que iba a surgir, de pronto, del extinto pasado, la inconfundible silueta de Joaquín Ramos, eximio recitador y bohemio, con sus ojos afiebrados, su monóculo alemán, su barba crecida, sus exabruptos y la cabrita que jalaba con un cordel y a la que llamaba su gacela.
El señor Nieves.Todos mis profesores del Colegio San Miguel han muerto, menos José H. Estrada Morales, que está más vivo que nunca y que, según rumores persistentes, es inmortal. Su prodigiosa memoria me resucita detalles y frases de hace medio siglo con una claridad zenital. Nadie alentó tanto como él, en mis años de colegio, mi vocación literaria. Sin su ayuda, jamás hubiera podido presentar en el teatro Variedades -ahora asesinado y mudado en almacén- mi primera obra de teatro, La huída del Inca, en aquel año, venturoso para mí, de 1952.
El diario La Industria, donde ese año trabajé como redactor y columnista, a la vez que estudiaba el 5to. año de Media, desapareció. Donde estuvo, hay ahora una anodina vivienda que parece deshabitada. A esa casa entraba, montado en su mula, el dueño del periódico, don Miguel Cerro, anciano incombustible, de paso a su fundo, en el rumbo de Catacaos, a tomarnos cuentas al director y a los tres redactores. Nosotros lo tratábamos con inmenso respeto. Pero el señor Nieves, el cajista, lo tuteaba. Ver al señor Nieves armar el periódico componiendo los textos con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía las cuartillas que le llevábamos, tenía algo de magia, de prestidigitación.
La Casa Verde. Al viejo puente de madera de mi infancia que enlazaba Piura con Castilla, se lo llevó el río en una de las crecientes del Niño. Pero luego lo reconstruyeron y ahora está de nuevo allí, como un fantasmón averiado, caricatura del original. Cruzar ese puente y asomar por Castilla significaba, cuando yo era niño, ingresar en territorio prohibido. La vasta ciudad que es ahora Castilla era entonces una mínima barriada de chozas de barro y caña brava, llena de picanterías y chicherías con pendones blancos y rojos flameando en sus fachadas. Un poco aparte de ella, entre médanos y macizos de algarrobos y palmeras, titilaban las lucecitas de la Casa Verde. Desde que escribí la novela que lleva su nombre, visitantes de ocasión que pasan por Piura, me muestran fotos con un guiño pícaro y me preguntan si reconozco en esas casas, conventos, hoteles, que José Estrada Morales les hizo creer era el mítico prostíbulo de la Piura de los años cuarenta y cincuenta, la legendaria mansión que exaltó y asustó mi niñez. Ninguna lo es, por supuesto. Después de más de medio siglo, ya ni siquiera estoy seguro de que alguna vez estuviera del todo en la mediocre realidad esa hospitalaria vivienda de mi memoria, donde fraternizaban los piuranos de todas las clases, tomando vasos de cerveza, bailando valses y tonderos, y saliendo las parejas a hacer el amor sobre la tibia arena, bajo las fosforescencias de la noche norteña.
La Mangachería. La Mangachería ya no existe. Ese barrio bravío, de palomillas, guitarristas, cuchilleros, santeras, forajidos, atiborrado de piajenos (burros) y de churres descalzos, donde la Guardia Civil vacilaba en entrar, es ahora «barrio de blancos». Se adecentó y desapareció, y, con él, una Corte de los Milagros que llenó de leyendas, jaranas, fechorías insignes y amores sangrientos la historia de Piura. También desapareció el barrio rival, La Gallinacera, las manzanas apretujadas en torno del camal que, naturalmente, también se ha extinguido. Ya no habrá más, pues, esos enfrentamientos homéricos entre gallinazos y mangaches que chisporroteaban en las chismografías y recuerdos de los piuranos provectos y que a nosotros, los niños y adolescentes que los escuchábamos, nos disparaban la fantasía y la emoción.
La Piura moderna se ha llenado de colegios, universidades, urbanizaciones, hoteles, edificios, vehículos. Pero le queda un solo cine, y la de mi prehistoria tenía tres. Cuatro, si añadimos al Variedades, el Municipal y el Piura, ese precario cine al aire libre que funcionaba en los arenales de Castilla, y al que los espectadores debíamos llevar nuestras sillas y una paciencia a prueba de balas, pues, como tenía un solo proyector, cada cierto tiempo la función se interrumpía para que el operador rebobinara y cambiara los rollos. Las películas, en lugar de hora y media, duraban tres.
Seis cabritas. En los días que acabo de pasar en Piura, pese a la afabilidad abrumadora de la gente, estuve a menudo sobresaltado, con la dolida sensación de que me habían robado mis recuerdos, desvanecido hitos cruciales de mi memoria. Esta ha sido más fiel a Piura que a ninguna otra ciudad donde he vivido. Sólo pasé dos años en ella - cuando tenía diez y dieciséis- y, sin embargo, esos dos breves períodos me han amueblado la cabeza de recuerdos imperecederos, de iniciativas formidables para escribir e inventar historias, algunas de las cuales me rondan todavía. La relación que uno entabla con una ciudad es tan espontánea y misteriosa como la que establece con las personas: de simpatía o antipatía, de interés o indiferencia, de amor u odio. La Piura de mi infancia se me metió en el cuerpo y en el alma hace más de medio siglo, y nunca ha salido de allí.Pero, en cambio, se salió de la realidad, pues ya no existe, sino como una pálida sombra que se va eclipsando y pronto se borrará del todo.
Y los rebaños de cabras ¿dónde están, dónde se fueron? Antes no sólo cruzaban y descruzaban el desierto y se aglomeraban alrededor de los algarrobos para disputarse las vainas que se desprendían de sus ramas. También se las veía con frecuencia en la ciudad, atravesando las calles, ruidosas y gregarias, con sus ojos despiertos y a paso de intranquilidad. Ahora no vi ni una, ni en la ciudad, ni en las barriadas, ni en los descampados de la periferia, ni en las afueras de Sullana, donde, en cambio, me di con dos enormes iguanas prehistóricas, abrazándose dichosas en el fuego de sol, y un par de lechuzas despectivas. Por fin, en las cercanías de Poechos, en una curva del polvoriento camino, asustadas, atolondradas, aparecieron media docena de cabritas en medio de la carretera, como extraviadas y desamparadas en un territorio que ya no es el de ellas, ni el mío, sobrevivientes de un mundo que definitivamente se nos fue.
(Diario El País, Madrid, domingo 22 de diciembre de 2002)

sábado, 9 de octubre de 2010

MI REENCUENTRO CON SAN MARCOS


Discurso de Mario Vargas Llosa, al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad nacional Mayor de San Marcos.-

Grato retorno y reencuentro en san Marcos
Agradezco al claustro académico de San Marcos la generosa distinción que me concede, en solemne ceremonia, en este Salón de Grados, remozado en toda su magnificencia original, donde me gradué de Bachiller en Letras, una mañana de 1958 de la que guardo una imagen muy viva.

Agradezco, asimismo, las palabras tanto de calor y simpatía, y la semblanza, llena de comprensión e indulgencia, que de mi obra y mi persona acaba de hacer el profesor Marco Martos. Él es no sólo un estricto poeta y un inteligente lector de literatura. Es, también, un piurano, y, como tal, debe haber sido sensible al cariño por las gentes y los paisajes de su tierra que emana de muchas de mis historias. Dos años, uno de niño y otro de joven, viví en Piura, experiencia inolvidable por muchas razones. Una de ellas, el padre de Marco Martos, precisamente, don Néstor Martos, periodista de fuste y crítico insobornable, del diario El Tiempo su columna se llamaba Voto en Contra", bohemio pertinaz y notable profesor de historia, cuyos alumnos del colegio San Miguel nunca olvidamos.

Esta ceremonia me regresa a las ilusiones de mi adolescencia, a mis exaltados diecisiete años, edad que tenía cuando entré a esta Universidad a seguir las carreras de Letras y Derecho, la primera por vocación y la segunda por resignadas razones alimenticias. Mi ingreso a San Marcos no fue casual, sino una manifestación de rebeldía, un desacato. Mi familia hubiera preferido que estudiara en la Universidad Católica, donde iban los jóvenes de "buena familia" (así se decía), donde se trenzaban relaciones provechosas para el futuro profesional, y donde los estudiantes estudiaban, en vez de hacer huelgas y política, actividades predilectas de los san marquinos, según un bulo de la época.

Corría el año de 1953 y, recordemos, en esa época, "hacer política" era una actividad subversiva en el Perú. La dictadura Manuel general Manuel Apolinario Odría la había prohibido, como algo delictuoso, además de poner fuera de la ley a los partidos, a todos con excepción del suyo. Una Ley de Seguridad interior de la República sancionaba a los infractores con penas severísimas. Una estricta censura tenía embozados a las radios y a los diarios, los que rivalizaban en la exaltación áulica del régimen. Con muchos opositores presos o exiliados (y algunos asesinados), la dictadura, en aquel año de 1953, creía haber impuesto a la sociedad peruana ese letargo cívico, esa apatía ciudadana, que son el ideal y el sustento del autoritarismo.

San Marcos era una de las excepciones díscolas a este estado de sonambulismo político. El año anterior, 1952, los estudiantes se habían enfrentado a Odría con una huelga que fue reprimida con violencia, y que, decían, causó la muerte del Rector Pedro Dulanto. A raíz de ella, hubo una nueva racha de detenciones y de exilios que castigó duramente a la Universidad. Los Patios de Letras y Derecho estaban llenos de policías disfrazados de estudiantes, enviados allí en funciones de espionaje y delación por Alejandro Esparza Zañartu, el Vladimiro Montesinos de entonces, aunque, añadiré, comparado con este desmesurado rufián, aquél, que nos parecía tan siniestro, era apenas un niño malcriado. Pero, pese a todas estas medidas para domesticar a San Marcos y ponerla al paso del régimen, la Universidad, aunque débilmente, se resisitía al avasallamiento, y, en la clandestinidad, hacía política. De este modo, salvaba la dignidad y el honor de una sociedad buena parte de la cual, por falta de convicciones democráticas, por oportunismo o cobardía, aceptaba como lo haría luego, durante la dictadura de Velasco y la de Fujimori indignamente, que una casta de felones la privara de la libertad.

Contrariamente a la mitología que circulaba al respecto, el grueso de sanmarquinos no hacía ni se interesaba en política, aunque, en ciertas circunstancias, se dejara arrastrar a asambleas y mítines que decidía una pequeña minoría. Pero esta minoría tenía la sensación, probablemente exacta, de que, aunque la mayoría se abstuviera del quehacer político, contaba de alguna manera con su aval, con su callada solidaridad. En comparación con lo que ocurriría después en la historia peruana, la radicalización ideológica de los sesenta y setenta, la lucha subversiva y las acciones terroristas de los años ochenta, nuestros empeños de los años cincuenta fueron bastante benignos, más simbólicos que eficaces. No iban más allá de imprimir volantes, publicar un periodiquito clandestino, formar círculos de estudios marxistas y, de manera directa e indirecta, a través de academias, centros federados o entidades culturales-, ganar adeptos para la revolución. Y discutir, discutir interminablemente, comunistas y apristas, apristas y trotskistas, comunistas y trotskistas, pues hasta discípulos de León Davidovich había en las catacumbas de San Marcos: eran no más de seis, su ideólogo era el astuto Anibal Quijano y hasta tenían un obrero. Cuando digo discutir, hablo de enérgicos intercambios de ideas y estrategias, pero, también a menudo, de consignas y exabruptos, y, a veces, ay- hasta de cabezazos y patadas.

Nosotros éramos menos que los apristas pero más que los trotskistas, aunque probablemente no muchos más, y, en todo caso, resultaba imposible saberlo con exactitud, debido a un sistema compartimentado de organización, diseñado contra la infiltración policial. Este sistema que, más tarde, leyendo a Joseph Conrad, me haría soñar retroactivamente haber participado de algún modo, en la adolescencia, de esas aventuras de conspiradores clandestinos que pueblan sus maravillosas historias, tenía también, como efecto psicológico, hacernos sentir los esforzados combatientes de un ejército en las sombras, preparando, como los héroes de las novelas de André Malraux, un mundo mejor.

El Grupo Cahuide era el último vestigio de un partido comunista segado por la represión, y, también, por la traición de un puñado de dirigentes que se vendieron a Odría. Yo no creo haber conocido a más de una quincena de miembros y mi militancia en sus filas no duró mucho, pero, sin embargo, aquella experiencia me marcó, me educó, me ilusionó y me defraudó de una manera tan profunda, que nunca se me ha olvidado. No la puedo rememorar sin emoción, pues muchas de las cosas que ahora creo, defiendo o aborrezco, tuvieron su semilla en aquella remota aventura juvenil. Recuerdo que éramos bastante sectarios, -el dogma marxista en esos años de ortodoxia estalinista era asfixiante- pero, eso sí, actuábamos con idealismo y desinterés, animados por un ardiente anhelo de poner fin, de una vez por todas, al atraso, la injusticia y el despotismo en el Perú. Por eso, dedicábamos a la revolución tanto o más tiempo que a las clases. Pero, para muchos de nosotros, la revolución, antes que una cuestión de bombas, de tomar por asalto, otra vez, muchas veces, el Palacio de Invierno, era de ideas, de libros, de ver y entender, a la luz de la doctrina que prestigió José Carlos Mariátegui y que parecía una llave mágica, un ábrete sésamo, para conocer las leyes de la historia y los secretos de la creación de la riqueza y la explotación social, la manera más eficaz de transformar la sociedad. Como esos libros prohibidos no se estudiaban en las aulas, y había que procurárselos secretamente, bajo mano, los estudiábamos en garajes, sótanos, altillos, y, a veces, hasta en parques públicos, en sesiones que duraban horas y de las que solíamos salir roncos de tanto discutir.

Aunque los años y la vida nos han ido aventando a todos por direcciones diferentes, y a la mayoría de estos compañeros, perdón, camaradas- no los he vuelto a ver, ellos figuran entre mis irreductibles recuerdos sanmarquinos, y los evoco con amistad. Héctor Béjar, mi primer instructor en el círculo de estudios, que era buenísima gente y tenía una aterciopelada voz de locutor; Podestá, Martínez, Antonio Muñoz y tantos otros. Pero, sobretodo, Lea Barba y Félix Arias Schreiber, con quienes, por un tiempo, conformamos un terceto irrompible. Nos tomaba media hora caminar desde San Marcos hasta la casa de Lea, en Petit Thouars; luego, una hora más hasta la de Félix, en la Avenida Arequipa, ya en Miraflores; y, a mí, solo, una última media hora hasta la calle Porta. Eran unas caminatas efusivas, dialécticas, entrañables, de intensos intercambios y ferviente amistad, la que por cierto no impedía la pugnacidad crítica y autocrítica. Todavía recuerdo mi desazón de aquella noche, en que Félix, luego de una violenta discusión sobre el realismo socialista, me lapidó de esta manera: "eres un subhombre".

Nunca me he arrepentido de aquella decisión juvenil de ingresar a San Marcos, atraído por esa aureola de institución laica, inconformista y crítica que la rodeaba, y que a mí me seducía tanto como la perspectiva de seguir los cursos de algunas célebres figuras que en ella profesaban. La obligación de una universidad no es, no puede ser sólo la de formar buenos profesionales, y, menos, en un país como el nuestro, con los problemas básicos de la civilización y la modernidad sin resolver. Es igualmente imprescindible que contribuya a formar buenos ciudadanos, hombres y mujeres sensibilizados respecto a la sociedad en que viven, alertas a sus carencias, retos, injusticias, a sus abismales disparidades, y concientes de su responsabilidad moral y cívica, de la necesidad de hacer algo, desde el ámbito vocacional y profesional de cada cual, para cambiar el destino sombrío que ha llevado al Perú, una y otra vez en la historia, a desaprovechar las oportunidades e incurrir en los mismos errores. Una universidad que evita la política es tan defectuosa como una universidad donde sólo se hace política. No era el caso de San Marcos cuando yo frecuenté sus aulas, entre 1953 y 1958. No todavía, en todo caso.
Conviene aquí, creo, hacer una breve reflexión sobre el tema de la democracia, palabra que sólo alcanza su pleno sentido cuando un pueblo se ve privado de ella y descubre, por contraste, lo importante que es, para que la vida sea vivible, que imperen la libertad y un sistema legal que protejan al ciudadano contra las arbitrariedades, atropellos y despojos de un poder sustentado en la fuerza militar.

El Perú acaba, una vez más, de hacer este aprendizaje a lo largo de ocho años (para no decir diez) de dictadura. La democracia retorna, en la alegría y la esperanza de millones de peruanos, muchos de los cuales ya olvidaron su entusiasmo y su complicidad con un régimen al que apoyaron creyendo ingenuamente como ocurrió cuando Odría y cuando Velasco- que un hombre fuerte, un caudillo rodeado de espadones, podía resolver, de manera más expeditiva, los grandes problemas del Perú. El campo de ruinas en que ha quedado convertido un país sobre el que se abatió, como una plaga de termitas, la rapiña delictiva del régimen extinto ¿nos servirá de escarmiento? A juzgar por las enseñanzas del pasado mediato, no nos confiemos demasiado.

Si no queremos que esto vuelva a ocurrir, y que, dentro de cinco o diez años, que es lo que suelen durar entre nosotros los períodos democráticos, se desplome la legalidad y vuelva otra mafia voraz a apoderarse del Perú, hay que darle sustancia y realidad, convicción e ideas, ímpetu y verdad, a esta quebradiza y confusa democracia que ahora renace, la democracia no resulta de un aparato de leyes y de la existencia nominal de unas instituciones civiles, sino, antes de eso y sobre eso, de una cultura compartida, de unos consensos profundamente enraizados en la mayoría de la sociedad, y del convencimiento mayoritario de que la mejor, la única manera civilizada de coexistir y luchar contra el atraso y la pobreza, es en el marco de convivencia pacífica, de legalidad y libertad que la democracia ofrece. Esa cultura no ha existido nunca en nuestro país, de manera continua, permanente, nunca se hizo carne de nuestra carne, ni se tradujo en nuestra manera natural de pensar y de actuar. Sólo ha surgido de manera esporádica, en períodos como el presente, en razón del asco y la indignación que genera un régimen particularmente corrupto y prepotente. Pero, este vasto consenso a favor de la libertad siempre fue fugaz entre nosotros; a corto y mediano plazo terminó por eclipsarse debido a la frustración con los gobiernos democráticos, que no satisfacían los anhelos puestos en ellos, o por la demagogia y la irresponsabilidad de quienes, en su avidez por llegar al poder, no vacilaban en socavar el sistema democrático con tal de destruir a sus adversarios.

Para que la cultura democrática cale por fin en la médula de la sociedad peruana y no volvamos a pasar por la iniquidad y la vergüenza de un Odría, de un Velasco, de un Fujimori y un Montesinos, es fundamental que nuestras universidades, empezando naturalmente por la cuatricentenaria San Marcos, formen, a la par que profesionales e investigadores, ciudadanos convictos y confesos, conscientes de sus deberes cívicos, intratables en la defensa de la libertad y de la coexistencia pacífica, resueltos enemigos de toda forma de vasallaje e intolerancia.

Es bueno que el pensamiento de los jóvenes sea radical, como quería Ortega y Gasset, que ponga en cuestión todas las verdades establecidas y los valores consagrados y se empeñe en comprobar si aquellas verdades lo son de verdad, y si estos valores merecen serlo, y que vayan hasta las raíces de todas las doctrinas y corrientes intelectuales en pos de un conocimiento más genuino y más actual. Nada más triste y decadente que una universidad de profesores y estudiantes conformistas. Pero el espíritu crítico, las actitudes inconformistas, el talante cuestionador y rebelde sólo son fecundos dentro de amplísimo marco para la controversia y la variedad de opciones que permite la democracia, la cultura de la libertad. Fuera de ella, la rebeldía corre el riesgo de volverse inquisición, dogma, violencia y terror. Una sociedad democrática puede ser y es, de hecho, siempre, cambiada y renovada desde adentro, para mejor y a veces para peor, pero sin odio y sin crímenes, con votos y argumentos, con diálogo y debates, con ideas y personas, sin bombas, sin asesinatos, sin secuestros, sin el estallido de brutalidad y salvajismo que terminan siempre por desencadenar las doctrinas totalitarias que se creen dueñas de una única verdad histórica y con derecho, por lo tanto, a abolir todas las otras e imponer la suya a sangre y fuego.

En las heroicas jornadas de estos últimos meses, los sanmarquinos, junto con los universitarios de todos los centros académicos, salieron a las calles a combatir a un régimen dictatorial y su lucha pacífica desplomó a la dictadura y nos permitió a los peruanos empezar otra vez nuestra vida cívica, por el buen camino. Gracias a ello hemos tenido, por primera vez en once años, unas elecciones libres y las volveremos a tener dentro de unas semanas, para elegir al próximo gobierno. Cualquiera que éste sea, será incapaz de resolver, con la prisa que quisiéramos, los enormes problemas, las tremendas expectativas puestas en él. El país está deshecho, en sus instituciones, en su economía, en su moral. Lo importante es empezar cuanto antes la gigantesca tarea, con la participación de todos, y preservando este ámbito de libertad, de civilidad, que ha costado tanto sacrificio restablecer. Mientras lo conservemos, impidiendo que lo vuelvan a prostituir los tanques de los golpistas, o los atentados de los fanáticos, o lo disuelva la cáustica corrupción, habrá esperanza. Si todas las muchachas y muchachos que egresan de San Marcos y demás universidades del país tuvieran esta convicción hincada en su espíritu, comenzaría a ser otra, mas generosa y más justa, más moderna y optimista, la historia del Perú.

Además de tomar las primeras lecciones de civismo y militancia, en la nerviosa clandestinidad, con mis amigos de Cahuide, y de participar en innumerables mítines-relámpago contra Odría en el Parque Universitario, La Colmena y la Plaza San Martín, que venían a romper los manguerazos de agua pútrída del aparatoso Rochabús, en mis años de sanmarquino leí y estudié mucho, y puedo asegurar que, a la sombra de estos portales y palmeras del Patio de Letras se forjó mi vocación de escritor. Cuando_ entré a San Marcos, era un muchacho que amaba la literatura, lleno de incertidumbre sobre mi porvenir. Cuando salí, aquel adolescente confuso se había convertido en un joven convencido de que su destino era escribir y resuelto a hacer lo posible y lo imposible para lograrlo. La literatura estaba en el aire de la Facultad de Letras, no sólo en las clases y en la polvorienta biblioteca. Se la vivía también a plena luz, cada mediodía, cuando acudían los poetas, los narradores, los dramaturgos, reales o en ciernes, de ésta o de otras universidades o de ninguna, o de la universidad de la bohemia que era el café Palermo, a la vuelta da esquina. Pues, el Patio de Letras de San Marcos funcionaba como cuartel general de la literatura peruana.

Allí, escuchando a esos adelantados, el joven primerizo aprendía sobre autores indispensables, libros claves y técnicas de vanguardia, tanto o más que en las clases.Allí oí yo a Carlos Zavaleta mencionar por primera vez a William Faulkner, que sería desde entonces uno de mis autores de cabecera. Y allí descubrí a Joyce, a Camus, a John Dos Passos, a Rulfo, a Vallejo, a Tirant lo Blanc. Allí oí hablar por primera vez de los cuentos de julio Ramón Ribeyro, que ya vivía en Europa, y conocí a Eleodoro Vargas Vicuña, el autor de los delicados relatos de Nabuín; y al impetuoso e impredecible Enrique Congrains Martín, un ventarrón con pantalones que fue, antes de narrador, inventor de sapolios para lavar ollas, y luego, de muebles de tres patas, y que editaba y vendía sus libros, de casa en casa y de oficina en oficina, en contacto personal con sus lectores, como un autor medieval de pliegos de cordel. Y allí pasamos muchas horas discutiendo sobre Sartre, Jorge Luis Borges, Los tíempos modernos parisinos y la revista Sur de Buenos Aires, con Luis Loayza y Abelardo Oquendo que, aunque de la Católica, venían también con frecuencia a las tertulias peripatéticas del Patio de Letras. Allí me pusieron mis amigos el apodo de apodo "sartrecillo valiente" que me llenaba de felicidad. En verdad, los narradores estaban en minoría, pues proliferaban sobre todo los poetas: Washington Delgado, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Alejandro Romualdo, y algunos que, sin dejar de escribir poesía, eran ya críticos y profesores, como Alberto Escobar. El teatro no estaba tan bien representado, aunque algunas mañanas hacía sus rápidas apariciones por el Patio de Letras, con una galante rosa roja en la mano para homenajear a una estudiante de la que estaba prendado, el afilado perfil de Sebastián Salazar Bondy, hombre de teatro, de poesía, de relatos, crítico, divulgador y promotor de cultura, que sería, años después, íntimo amigo. No estoy seguro, pero sospecho que en ese caleidoscopio de la literatura local que era el Patio de Letras de San Marcos se armaban los demorados números de Letras Peruanas, la revista que dirigía Jorge Puccinelli y que fije como la tribuna de aquella generación de escritores.

Enseñar en San Marcos era entonces muy prestigioso desde el punto de vista social y hasta mundano y casi todas sus facultades contaban con las figuras más destacadas de cada disciplina y profesión. Abogados, médicos, economistas, farmacéuticos, dentistas, químicos, físicos, psicólogos y, por supuesto, los humanistas de todas las especialidades, tenían como punto de honor como suprema distinción de su carrera enseñar en San Marcos. Y por eso, aunque los sueldos fueran escuálidos y las condiciones de trabajo sacrificadas, la Universidad podía jactarse de ofrecer, a los estudiantes que supieran aprovecharla, la más enjundiosa preparación intelectual.

Esto no sólo era evidente en las dos Facultades donde tuve la suerte de estudiar. Hablo de una Universidad donde todavía enseñaban Raúl Porras Barrenechea, José León Barandiarán, Jorge Basadre, Mariano Iberico, Luis Alberto Sánchez, (a su vuelta del exilio en 1956), José María Arguedas, Luis E. Valcárcel, Honorio Delgado, Oswaldo Hurtado, Carlos Cueto Fernandini, Leopoldo E. Chiappo, y muchos otros de equivalente talla intelectual.

La mejor Universidad del Perú, académicamente hablando, era entonces la más popular. Pues, en sus facultades abiertas a todos los sectores y estratos sociales, convivían muchachas y muchachos a los que las diferencias de fortuna y condición difícilmente hubieran permitido acercarse y conocerse fuera del recinto integrador de la Universidad. Luego, la explosión demográfica estudiantil, las crisis económicas y políticas (algunas de las cuales estuvieron literalmente a punto de desintegrar a la más antigua Universidad de América) y la multiplicación de unos centros de enseñanza superior, han ido desapareciendo esta composición única, multiclasista y multisectorial, que todavía tenía San Marcos cuando yo fui sanmarquino. Hoy, el panorama universitario se ha descentralizado de manera notable, lo que es magnífico; pero, no lo es, sin duda, que en la actualidad este panorama reproduzca, casi al milímetro, los grandes abismos de ingreso y de cultura que separan a los peruanos. Y que en algunos de esos centros académicos especializados, precisamente los de más alto nivel técnico y profesional, los estudiantes vivan a menudo en una campana neumática, sin enterarse casi de los grandes conflictos y traumas del Perú, ni codearse con quienes más los padecen.

En los años cincuenta, San Marcos era aún, en formato reducido, una réplica bastante aproximada de la sociedad peruana y este solo hecho resultaba, de por sí, pedagógico. Los problemas del Perú repercutían en sus aulas, reverberaban en sus patios, contaminaban sus laboratorios y seminarios, a través de la procedencia versátil de los estudiantes, e impregnaban íntimamente los estudios, las relaciones personales y la marcha de la institución. Fuera cual fuera la especialidad elegida, los sanmarquinos recibían, en sus años universitarios, un curso acelerado y frontal sobre la problemática peruana.

Quisiera, en esta evocación nostálgica de mis años sanmarquinos, recordar a algunos profesores, con agradecimiento. A Augusto Tamayo Vargas, que me dio las primeras clases de literatura peruana que recibí nunca, y que me hizo, en el tercer año, su asistente, de modo que, una vez por semana, debí dictar (lleno de aprensión) la clase. De esa precoz experiencia como profesor de literatura luzco algo de qué enorgullecerme: haber tenido como alumno a Alfredo Bryce. A José Montuello, que vino del Brasil, y, en un seminario estimulante, nos hizo leer al extraordinario Machado de Assis. A Jorge Puccinelli, a Luis Jaime Cisneros, a Alberto Tauro, a Manuel Beltroy, a Luis Felipe Alarco, a José jiménez Borja, a Estuardo Nuñez, y a Luis Alberto Sánchez, cuyo contagioso entusiasmo por Rubén Darío me hizo descubrir al padre y maestro mágico del modernismo, sobre el que, a consecuencia de aquellas estupendas clases, escribiría luego mi tesis de grado. La lista sería larga. Que baste este botón de muestra.

Pero debo hacer un recuerdo especial de Raúl Porras Barrenechea, con el que, además de ser su alumno en San Marcos, tuve el privilegio de trabajar, en Miraflores, en su casita de la calle Colina, invadida de libros y quijotes, de lunes a viernes, todas las tardes, acerca de cinco años. En España, en Francia, en muchos lugares de la tierra me ha tocado escuchar a sabios expositores, a eminentes maestros. Por ejemplo, a Marcel Bataillon, reconstruyendo, en el Colegio de Francia, los días finales del, Tahuantinsuyo como si hubiera estado allí, ante un auditorio de franceses extasiados con la elegancia de su exposición; o a Dámaso Alonso, en la Complutense de Madrid que, no cuando explicaba filología, sino cuando desmenuzaba un poema de Quevedo, de San Juan de la Cruz o de Góngora, se tornaba un delicado relojero de la lengua, un verdadero rabdomante en la indagación de aquella humedad íntima del ser donde, según él, nace la poesía. Pero ni ellos, ni ningún otro, fulguran en mi memoria como mi querido maestro sanmarquino, de manos pequeñas, ojos azules y barriguita prominente, que, cuando subía a su pupitre, armado con su panoplia de fichas atiborradas de letras microscópicas, como patitas de araña, y comenzaba a hablar, se convertía en un gigante, en un convocador a cuyo llamado acudían, prestos, luminosos, diáfanos, deslumbrantes, los grandes y los menudos hechos del pasado peruano. Porras no era un orador, si orador quiere decir regurgitar banalidades, estereotipos y lugares comunes con voz arrulladora y ademanes de domador de circo. Era un sutil, incisivo expositor, cuyo dominio del idioma daba a su exposición una fluidez de río sereno y poderoso, una gran precisión y sutileza enriquecida por la gracia. Lo que él decía en sus clases estaba dicho con desenvoltura, ironía, color; pero, además, se apoyaba en una investigación rigurosa y personal de cada tema, de modo que, escuchándolo, sus alumnos teníamos, junto al deslumbramiento por la riqueza de la aventura histórica, por la excepcionalidad de la materia que explicaba, la certeza de que aquello no era repetición, enseñanza ya sabida, sino historia gestándose ante nuestros ojos y oídos, en el salón de clases. Era imposible, después de charlas tan incitadoras, no correr a la biblioteca a tratar de averiguar más cosas sobre la historia del Perú.

Me he dejado llevar por la emoción, en este repaso cargado de añoranza de mis años sanmarquinos, pero les aseguro a ustedes que no soy nada pasadista ni retrógrado. Me siento a años luz de esas estatuas de sal convencidas de que "todo tiempo pasado fue mejor". Eso, en todas partes, pero, sobre todo, en el Perú, es inaceptable. En nuestro país, donde, aun en los períodos de mayor esplendor histórico, prevaleció siempre la injusticia, el privilegio de unos pocos y la pobreza y la explotación de los más, lo mejor no puede ser el pasado, sino lo que vendrá, un futuro que debemos construir aprovechando todas las oportunidades que tenemos a la mano, que son muchas. Una de ellas, es, precisamente, el ser hijos de un "país antiguo", como decía José María Arguedas, un país que, a lo largo de su milenaria historia, alcanzó muchas veces la grandeza y la fuerza, aunque nunca, por desdicha, la justicia y la libertad, inseparables de esa flor todavía exótica en nuestro suelo: la cultura democrática. Esta Universidad es uno de los emblemas más excelsos de esos períodos de auge de nuestra historia. Es la primera que la corona española fundó en América con la intención de que fuera un foco espiritual que irradiara sobre todo el continente, un centro neurálgico de recepción, creación y transmisión de la cultura, un semillero de ideas y valores, una formadora de eminencias. Eso ha sido San Marcos en los mejores momentos de su prolongada historia, y cada vez que resucitaba de esas crisis que parecían a punto de extinguirla, y deberá volver a serio, en el futuro, cuando, como en un cuento de Borges, el Perú se encuentre, por fin, con su escurridizo destino.

En esta solemne ocasión, con mi agradecimiento a mi Alma Mater, quiero hacer un voto de confianza en el futuro de San Marcos, como institución científica y académica, y como forja y fuelle del compromiso con la cultura de la libertad de las nuevas generaciones del Perú. (17 de Abril del 2001)

HONORIS CAUSA A UN SANMARQUINO UNIVERSAL


Discurso del Dr. Marco Martos Carrera, Presidente de la Academia Peruana de la Lengua y Decano de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.- (Mayo 2001)

Estricta justicia a su obra literaria
La Universidad Nacional Mayor de San Marcos hace hoy un alto en sus labores habituales para incorporar como Doctor Honoris Causa a Mario Vargas Llosa, uno de sus más conspicuos ex alumnos, y al hacerlo cumple un acto de estricta justicia poética que honra tanto al ilustre escritor como al propio claustro.
Desde el momento mismo que el Perú existe como país o como posibilidad, ha ofrecido al mundo destacadas individualidades que nos representan bien en los distintos campos de las ciencias y las letras. No es azar que los más notables entre ellos estén vinculados a San Marcos. Nombres como los de Alcides Carrión en medicina, julio C. Tello en arqueología, o Raúl Porras en historia, han saltado los estrechos círculos de los especialistas y se han convertido en patrimonio común para todos los peruanos. Así ocurre con Mario Vargas Llosa.
Dentro de las distintas actividades del ser humano, la literatura es un territorio particularmente privilegiado. Como cualquier otra actividad, exige, a quienes se entregan a ella, disciplina y talento. Conocer los secretos de su elaboración cabal, despiadada y avasalladora, seduce a quienes se aficionan de verdad a su creación, los hace, al mismo tiempo, más libres como ciudadanos y más dependientes como orífices de una tarea ímproba que no termina sino cuando fina la propia vida. Esos códigos de elaboración de la materia literaria son milenarios y están en constante reelaboración. Las técnicas que utiliza un dramaturgo para escribir una pieza hoy día, se parecen y se diferencian de las que utilizó Sófocles cuando pergeñó el Edipo rey hace dos mil quinientos años. Pero si la literatura exige mucho a quienes la cultivan, se abre con alguna facilidad a una gran proporción de la humanidad porque se conecta de modo claro con la vida de todos los hombres, con sus necesidades básicas principalmente, con sus sueños.
En el Perú tenemos un manojo de escritores que han expresado en su literatura las porciones de la realidad vivida o imaginada que mejor conocían y que haciéndolo tocaban no solamente las fibras más íntimas del ser de los peruanos, sino que, al mismo tiempo, expresaban realidades y sueños de los hombres de cualquier latitud. Cuando decimos Inca Garcilaso de la Vega, Picardo Palma, Manuel González Prada, César Vallejo, José María Arguedas, estamos simultáneamente señalando la región y el país que los vieron nacer y los formaron, rendimos homenaje también a la lengua castellana, esa otra patria en la que nos reconocemos, y también a esa capacidad hermosa de llegar a todos los rincones de la tierra a través de la palabra escrita. Esas mismas calidades, hoy, San Marcos, en este claustro pleno, se las reconoce a Mario Vargas Llosa. Verdad es que el mundo entero lo ha hecho ya desde hace décadas, pero tiene un sentido simbólico que la casa de estudios donde se formó, que infelizmente muchas veces ha sido una federación de facultades, se junte en un solo haz como anunciando un tiempo nuevo, y exprese en forma unánime este sentimiento compartido por profesores, alumnos y trabajadores.
La formación de los escritores que consiguen con el paso del tiempo características excepcionales que los hacen no solamente los mejores portadores del aire de su tiempo, sino que ingresan al canon literario convertidos en clásicos, siempre provoca curiosidad y controversia, como si la dilucidación de esos detalles biográfico-literarios, pudiera ofrecernos claves para comprender el origen de una vocación arraigada. Quienes nos consideramos fanáticos de la literatura sabemos bien que no es así, que ni siquiera un estudioso de la mente como Sigmund Freud, que tanta importancia dio a los años de la infancia en la vida de los individuos, pudo llegar a conclusiones válidas sobre el origen del talento científico o artístico. Una conclusión modesta es que hay personas que consiguen mejores logros y que sus biografías no se diferencian mucho de las biografías de otros. De todas maneras, los padres, la familia nuclear, la familia extensiva, el país, la lengua, dejan marcas nítidas en el trabajo de quienes son excepcionales. Ellos saben, de un modo intuitivo, y no siempre saben explicarlo, cómo amalgamar sus circunstancias personales para llevar una vida que les permite ofrecer productos notables en la ciencia o en el arte. Mario Vargas Llosa, en esa especie de autobiografía que es El pez en el agua (1993) ha señalado no solamente las complejas relaciones con su propio padre, sino también la importancia que tuvieron en su formación numerosas figuras paternas, sus profesores, desde Carlos Robles Rázuri, el profesor de lengua y literatura del colegio San Miguel de Piura, pequeño, magro, atildado, castizo, testigo directo de la producción de la primera obra literaria pública del que luego sería afamado novelista, la obra dramática La huida del inca que se estrenó en el teatro Municipal de Piura, hasta sus profesores universitarios, Raúl Porras Barrenechea, Luis Alberto Sánchez, Jorge Puccinelli y Augusto Tamayo Vargas, vinculados de modo entrañable a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En la soledad de las bibliotecas, William Faulkner, y lejos, gracias a una beca fugaz, en el primer viaje a Francia, la búsqueda de Jean Paul Sartre, el célebre autor de La náusea, el modelo literario de Vargas Llosa en esos años, y el encuentro con Albert Camus, en la puerta de un teatro. Es difícil transmitir a otros, lo que siente un escritor en cierne cuando conoce a un monstruo de la literatura como el escritor argelino de madre española, con el que Vargas Llosa pudo conversar fluidamente. Es lo mismo que hoy puede experimentar un joven que comienza, hablando con Vargas Llosa en una noche como ésta. Y refiriéndose a presencias raigales, puede decirse que en toda la literatura de Vargas Llosa, junto a una originalidad que nadie discute y que muchos alaban, conviven como sombras benéficas, Sartre y Camus, amigos y antagonistas en la literatura, la política y la vida. En esos años de formación, los amigos más cercanos, Luis Loayza, Abelardo Oquendo, Félix Arias Schereiber, Javier Silva Ruete, cumplieron el papel fraterno y entrañable de quienes emprenden juntos aventuras literarias como la redacción de la revista Literatura en 1958, Loayza y Oquendo, o la militancia política, Arias Scherciber, o una complicidad diaria forjada en el colegio San Miguel de Piura, Silva Ruete.
Qué le dio San Marcos a Vargas Llosa? Nadie mejor que él mismo para señalarlo. Podemos, sí, precisar en general lo que ofrece a quienes se acercan a sus claustros. Desde su fundación la universidad fue el lugar intelectual por excelencia del país. Vinculada inicialmente a la teología fue el escenario de inacabables discusiones y disputas entre los miembros de las diferentes órdenes religiosas ansiosas de graduar a los suyos y de dificultar a los adversarios ese mismo derecho. Pero poco a poco fue mostrando el perfil que hasta hoy la caracteriza: un lugar de encuentro de todos los sectores sociales, un espacio de libertad que estimula los logros individuales. De manera particular, durante el siglo XX, San Marcos ha sido un bastión de rebeldía contra toda forma de imposición, un lugar de debates científicos y políticos, un espacio propicio para las amistades definitivas. Quienes conocen y han vivido dentro de otras instituciones universitarias del Perú y un día llegan a San Marcos, experimentan asombro. Es el humus de la libertad que circula por los claustros, la posibilidad real de alternar que tienen personas de distintas generaciones, lo que encandila y seduce, la seguridad que se adquiere pronto, de que la universidad será un ambiente propicio para nuestros proyectos personales; más tarde nos damos cuenta de que realizando nuestros sueños, tenemos la opción plena de devolver algo a la institución que nos ha formado. Para hablar sólo de escritores, durante el siglo XX han sido sanmarquinos Abraham Valdelomar, César Vallejo, quien estudió medicina y letras, Martín Adán, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Wáshington Delgado, Leopoldo Chariarse, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza.
Para Mario Vargas Llosa, el correlato literario de sus años efervescentes de estudiante de la Universidad de San Marcos, es la novela Conversación en la Catedral de 1969, calificada por la crítica como la más ambiciosa y la más compleja de las obras de su autor, su más perfecta "novela total" donde pululan más de un centenar de personajes, ciento veinte exactamente, según el recuento de Rosa Boldori, que es un gigantesco fresco que abarca la época de la dictadura del general Manuel Odría desde 1948 hasta 1956. Balzac había dicho, y Vargas Llosa le toma la palabra, que la novela es la historia privada de las naciones. La historia sus obligaciones (sesiones de firma, entrevistas televisadas) y sus recompensas (los premios). Dice también Lefort que con la pluma en la mano Vargas Llosa se transforma en una soberbia máquina narrativa que obedece a dos principios: el realismo de la ficción y el sacrificio de cualquier otro criterio que no sea el de la solidez del hilo narrativo, el mismo que atraviesa las situaciones más diversas y los puntos de vista más opuestos. Lo real es el terreno y el humus en el que se describe la historia contada y el relato se desarrolla por lo general, mediante un impresionante virtuosismo en el dibujo de los episodios como en El hablador de 1986, en el trenzamiento de las intrigas como en Lituma en los Andes de 1993, e incluso en el contrapunto gramatical como ocurre en Los cachorros de 1967.
Pareciéndonos verdaderas, las opiniones de Lefort necesitan matizarse y comentarse. El empleo regular del tiempo en largas sesiones de escritura ha sido siempre una característica de los escritores más destacados, desde Ovidio y Dante, hasta Balzac y Proust, Tolstoi y Dostoievski.
Las obligaciones concomitantes que exige la industria editorial contemporánea, son asumidas de distinta manera por los escritores. Por su conducta parece ser que Vargas Llosa las asume con menos incomodidades que otros colegas suyos. En todo caso, la disciplina con que emprende su tarea, puede que desde fuera se semeje al trabajo de una máquina, pero la afirmación hay que tomarla como un grano de sal porque felizmente todavía no hemos llegado a la situación en que las maquinas produzcan excelentes relatos. La afirmación desconoce, por otro lado, la pasión, el sufrimiento, la incertidumbre, el combate, que significa diariamente, la página en blanco para el escritor de raza. No, definitivamente no. Vargas Llosa no es una máquina de escribir novelas. Desde el punto de vista formal, pareciera que estuvo interesado desde muy joven en la vocación del escritor y ésa es una de las claves de su desarrollo literario posterior. Elegir la inclinación literaria de Rubén Darío como tema de tesis de bachiller en nuestra universidad es un primer indicio de adonde apuntaba. A fines del siglo XIX Rubén Darío se convirtió en el escritor más visible de la renovación literaria en América Latina. Innovador, principalmente en poesía, fue también dueño de una prosa bien labrada, como puede verificarse leyendo sus cuentos en el libro Azul o su texto de retratos literarios Los raros Darío fue en su época un escritos que aspiraba a la totalidad, como César Vallejo, década más tarde.
Vallejo, un poeta que es orgullo de la lengua castellana, fue cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista. De parecida manera Mario Vargas Llosa, novelista destacadísimo, ha cultivado casi todos los géneros, parcelas técnicas que los críticos y metodólogos ofrecen a los escritores para mejor clasificarlos. Empezó, como es sabido, como dramaturgo, con la pieza muchas veces citada y nunca leída. La huida del inca y se ha mantenido fiel a ese modo directo de comunicación con el público a través de obras como La señorita de Tacna de 1981 o Kaibie y el hipopótamo de 1984 o La Chunga de 1986. Recientemente Luis Peirano ha dicho que Mario Vargas Llosa es un, joven autor de teatro, joven y experimentado podríamos añadir quienes amamos las tablas y apreciamos sus logros escénicos. La cercanía de Mario Vargas Llosa con la poesía también es demostrable y puede documentarse tempranamente, pues para la revista Literatura, tradujo con Luis Loayza dos poemas de Robert Desnos y escribió un artículo sobre César Moro. Más tarde, en 1966, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas, hizo referencias muy precisas a Carlos Oquendo de Amat, el límpido poeta puneño, y en 1989 publicó una traducción de Un coeur sous une soutane, Un corazón debajo de una sotana de Arthur Rimbaud. A través de citas en sus libros, o de artículos y ensayos, Mario Vargas Llosa ha señalado su aprecio especial por la poesía de Carlos Germán Belli. ¿En esta enumeración se agotan las relaciones de Vargas Llosa con la poesía? De ningún modo. Es cierto que no es un poeta en el sentido más estricto y canónico, pero ha logrado en la prosa efectos que no pueden sino llamarse poéticos y que están alejados de esa edulcorada prosa poética que resulta poco menos que detestable para el gusto contemporáneo. La economía del lenguaje, por ejemplo, es una virtud que atribuimos a la poesía, la rapidez y la transparencia de la dicción, la facilidad para describir con trazos rápidos situaciones para pasar a otras igualmente interesantes es característica de la vieja épica que hereda la mejor novela. Basta recordar el caso de Alonso de Ercilla en La araucana. La prosa de Vargas Llosa es dinámica, como un sostenido poema. Según Lefort, el dinamismo de la narración induce a la imagen de la doble espiral de la molécula de ADN, otorgándole así, la representación genética que le conviene. Si las fantasías de] escritor --continúa- corresponden a zonas ocultas de su personalidad, resulta claro que la aplicación de recursos estéticos que gobiernan su creación novelística proviene de una clara conciencia y de un brillante ingenio según un arte de esencia plástica.
Lo mejor que puede decirse de los ensayos de Mario Vargas Llosa es que se leen como novelas. Los profesores de literatura de San Marcos y los de cualquier universidad del mundo, se lo agradecemos. Pocos estudiosos hay que tengan una prosa tan cautivante, fluida y amena. De modo particular, conviene señalar el fulgor de La orgía perpetua, el libro que sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary escribi6 en 1975 o el conjunto de ensayos La verdad de las mentiras de 1990 o Las cartas a un novelista de 1997.
Otra rama de la comunicación despertó un temprano interés en Mario Vargas Llosa. Como no cabía de otro modo, convirtió el periodismo en literatura. La relación de los escritores con el periodismo es azarosa. Hay algunos que le temen como a la peste, hay otros que lo frecuentan a escondidas, casi con vergüenza, y por fin, los hay quienes consideran que el periodismo es una escuela a la que hay que acudir un tiempo para luego abandonar. Este último caso es el de Hemingway. Vargas Llosa pertenece a un cuarto grupo, al de los periodistas de raza como Abrabam Valdelomar a principios del siglo XX, como Federico More, como Sebastiàn Salazar Bondy o como Carlos Ney Barrionuevo. Grupo privilegiado que da dignidad a la prosa rápida, que no encuentra razones para escribir cuartillas desmañadas. Esta relación de vasos comunicantes entre literatura y periodismo, tiene además, en la escritura de Vargas Llosa, otro componente, otra presencia, la del cine. Ese vértigo prodigioso de sus diálogos, llenos de contra-puntos, que apreciamos en casi todas sus novelas y que vuelve a aparecer de un modo nítido en La fiesta del chívo, la última de las novelas publicadas, tiene mucho de la novela verdad que cultivó Truman Capote. En esa elección, Vargas Llosa va con los tiempos.
La prosa periodística de Vargas Llosa, desde sus años juveniles, cuando era colaborador del diario "La industria" de Piura, hasta hoy día que figura como columnista de numerosos periódicos en muchas capitales del mundo, ha ido evolucionando, adquiriendo más consistencia y densidad. La gama de sus intereses se ha ido haciendo más variada, pero así mismo tiene constancias, que junto con las virtudes de la escritura que le son características, le confieren un permanente interés que continúa "contra viento y marea", título de una colección de sus artículos periodísticos. Y esas constancias son éticas y cívicas que pueden resumirse en una frase: la búsqueda del bien común de la sociedad contemporánea. Como Goethe, como Terencio, para Vargas Llosa, nada de lo humano le es ajeno.
Dwigth McDonald, hacia 1930, hizo la distinción, hoy clásica, entre cultura de vanguardia o alta cultura, cultura media y cultura de masas. En pocas palabras, la primera tiene su origen en el renacimiento y es la que produce las innovaciones artísticas y proyecta una sombra sobre el arte posterior, lo influye y lo vivifica. La cultura media constituye una parodia, una falsificación; tiene, en el caso de la literatura, un lenguaje intencionalmente artificioso tendente al lirismo, una intención demasiado explícita de presentar personajes "universales", pero de una universalidad alegórica y manierista. La cultura de masas difunde productos de nivel ínfimo y de nulo valor estético. Umberto Eco, según la entrelínea de lo que escribe en su libro Apocalípticos e integrados, considera hasta cierto punto más dañino para el consumidor de productos culturales a la cultura media. La cultura de masas, en la que estamos inmersos, paradójicamente permite la difusión de algunos productos de primera calidad, que pertenecen a la cultura alta, a la vanguardia. Y eso es lo que ocurre con las columnas periodísticas de Mario Vargas Llosa.
Esa alta cultura que nace con el Renacimiento y que llega hasta nosotros, genera en cada época y en cada circunstancia a un tipo especial de artista que no solamente consagra toda su vida a convertirse en un virtuoso de su arte, sino que participa activamente de la vida de su comunidad. Si el ideal renacentista era el cortesano tal como lo pintó Baltazar de Castiglione, el individuo que ora tomaba la pluma, ora tomaba la espadaora dondoneaba la vihuela, ora conversaba con las damas, el ideal contemporáneo es el de un artista que no descuida sus deberes cívicos de ciudadano.
Los méritos literarios de Mario Vargas Llosa que con trazo rápido se han señalado en esta exposición, serían razón suficiente para concederle el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero queda todavía señalar otro merecimiento tan valioso como los anteriores: el coraje cívico, la capacidad de ver claro en estos años sombríos para la sociedad peruana, el deber autoimpuesto de difundir a través de columnas periodísticas, de declaraciones y conferencias, la naturaleza perversa y nefasta de un régimen político basado en conductas reprobables sistemáticamente organizadas. Y lo más importante es que no se trata de una actitud coyuntural, en favor de una bandería determinada, sino de una constante ética que tiene que ver con la educación familiar, la formación universitaria y las opciones de vida tomadas desde la juventud. Mario Vargas Llosa es uno de los oficiantes de la catarsis profunda que empieza a vivir el Perú. Se lo agradecemos de todo corazón.
Este es el momento justo para reconocerlo desde nuestra casa de estudios. San Marcos ha sido y es, incluso en sus momentos más complejos, un nido de inquietudes, una plaza de victorias, como escribió el poeta Juan Gonzalo Rose. Y así como el país entero vive una expectativa democrática, San Marcos más que una historia de la que nos enorgullecemos leyendo las páginas de Luis Antonio Eguiguren o las que ahora pergeña Miguel Maticorena, más que por la calidad de sus alumnos y profesores, imposible de negar, incluso por los profesionales de la diatriba, mas que un presente que necesitáramos conservar, es una víspera, una flecha lanzada al porvenir de miles y miles de esperanzas. Somos esa flecha, como Moisés con los suyos en el desierto, buscamos la tierra prometida, encontramos satisfacción en esa lucha, en ese combate, viajamos como Ulises, nos intemamos en lo desconocido.
Queremos, sí, que nuestro futuro sea construido en democracia, que nadie silencie la voz de los estudiantes, pero que nadie silencie tampoco la voz de los profesores y trabajadores, que la indispensable búsqueda de consensos para ir fijando en cada caso el bien común, no dificulte el funcionamiento diario de la universidad; que el claustro sea un lugar de confrontación de ideas, de exposición de programas, de investigación en todas las disciplinas que cultiva la institución, que San Marcos refuerce su condición de vanguardia intelectual del país. Para que todo esto ocurra, necesitamos de muchos esfuerzos, empezando por los que pongamos profesores, estudiantes y trabajadores, pero necesitamos también de la comprensión del conjunto de la sociedad y de los organismos del Estado que tienen que variar radicalmente su política frente a la universidad pública. No queremos un país exclusivamente exportador de materias primas. ¿Dónde si no en la universidad puede hacerse investigación básica? ¿Qué universidad aparte de San Marcos puede abarcar investigaciones en tantas ramas, tales como Medicina, Física, Química, Veterinaria?
Dr. Mario Vargas Llosa, los profesores, alumnos y trabajadores de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en especial los de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, sentimos íntimo regocijo en este día en que usted ha aceptado recibir esta distinción de la Universidad, nos sentimos reconfortados con su presencia, anhelamos que en otras ocasiones en las que se encuentre en Lima, venga a nuestro auditorio y a nuestros salones de clase para dirigir su palabra amigable a nuestros estudiantes y profesores.
Hablando de dos ilustres escritores, Franz Kafka y Samuel Beckett, Harold Bloom señalaba que son portadores de algo indestructible, algo que permite seguir adelante, cuando ya no se puede seguir adelante. Eso indestructible, agregamos, que los lectores de Beckett o de Kalka saben descubrir en la densidad o en la ligereza aparente de sus escritos, reside también en todos los seres humanos, como una esperanza o una búsqueda. De la misma manera, la voluntad de durar, de ser mejores, es trasladada por los hombres a sus instituciones. Permanecer en el tiempo es un mérito no desdeñable. Esa virtud la tiene la Universidad de San Marcos. De la misma manera, la acendrada vocación literaria, humanística, ética, de Mario Vargas Llosa, ha permanecido inalterable a lo largo de décadas, y en una noche como ésta no hemos hecho sino remarcarla, ponerla en el primer plano de la atención pública.
Por lo dicho hasta aquí, y por lo que queda tácito, en este momento de reencuentro entre un gran escritor y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que lo formó, solicito a usted Señor Rector, tenga a bien imponer la insignia al Señor Doctor Mario Vargas Llosa, y entregarle el Diploma que lo acredita como DOCTOR HONORIS CAUSA de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.