martes, 10 de septiembre de 2013


VARGAS LLOSA, UN ESCRITOR EN FAMILIA
Por: Leila Guerriero (El País, 07.09.2013)

Un abuelo conversador
Eran los comienzos del verano del año 1947, en Perú, y todavía ningún niño había sido llevado con engaños a ninguna ciudad enorme, a ninguna casa triste y hostil, al centro de ninguna pesadilla. No se sabe con exactitud la fecha —el mes, el día—, pero sí se sabe que era el comienzo del verano —diciembre, enero— en Piura, más de novecientos kilómetros al norte de Lima, y que empezó con una frase que contenía, a la vez, una respuesta: “Tú ya lo sabes, por supuesto”, dijo la mujer a su hijo de diez años que se había habituado a besar, antes de dormir, la foto de su padre a quien creía —a quien sabía— muerto. El niño, sin sospechar que le quedaban apenas segundos de una vida feliz, preguntó: “¿Qué cosa?”. “Que tu papá no estaba muerto”, dijo la mujer. Él no mostró desconcierto ni sorpresa. Sólo dijo, serenamente: “Por supuesto”. Y esa frase —que encerraba el perdón inconcebible a la traición de esa mujer que había sido, para el niño, todo— inauguró lo que vendría después: el resto de la vida.

—Morgana, tráela aquí, a ver si la calmamos nosotros.
—Pero es raro, papá, porque sólo le da aquí.
—Espero que no sea alergia a esta casa. Ni a su abuelo.

Esta tarde la casa del escritor peruano Mario Vargas Llosa, en Madrid, está repleta de gente. A la presencia habitual de Patricia Llosa, su mujer desde hace más de cuarenta años, y de sus dos asistentes —Verónica Ramírez y Fiorella Battistini—, se suma la de sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, cada uno con pareja e hijos propios. Partirán todos, en dos días más, a Italia, a algún sitio que Mario Vargas Llosa ignora (y que ignoran también sus hijos varones, que dicen haber heredado de él la imposibilidad de lidiar con la parte sólida de la vida: tickets de avión, las compras, problemas con las tuberías). Esos viajes en familia son una ceremonia que promueve y organiza Patricia Llosa y así es como, aunque Álvaro es periodista y vive en Washington, Gonzalo tiene un puesto en el ACNUR y vive en República Dominicana, y Morgana es fotógrafa y vive en Lima, todos se reúnen una vez al año en algún lugar del mundo y vuelven a hacerlo, en diciembre, en Perú.

Tráela, Morgana.
—Papá, si la traigo se acabó la conversación. No va a parar.

Anahís, la hija más pequeña de Morgana, atraviesa lo que la familia llama “pataleta”, un llanto desconsolado y continuo sobre el que su abuelo ha estado hablando durante la última hora —sin inmutarse, como quien sabe que donde hay niños las cosas son así— acerca de temas diversos: su nueva novela (El héroe discreto, que lanza Alfaguara el día 12 de este mes), la pésima relación con su padre, el matrimonio con su prima hermana.

—Fíjate que Anahís parece gozar de la vida, y de pronto tiene esas pataletas.

La casa de Mario Vargas Llosa es un departamento en un edificio antiguo de Madrid. A la derecha del recibidor una puerta marca una de las tres entradas a su estudio. Las otras dos dan a una pequeña terraza y a la sala. En la sala, con una camisa clara y el cabello sin una sola hebra fuera de lugar, Mario Vargas Llosa dice que su padre asociaba la vida de escritor a una vida indeseable.

—Tenía la idea de que eran borrachines y que era cosa de mariquitas. Creo que quizás ese rechazo que tenía hizo que yo resistiera a mi padre escribiendo. Y quizás mi odio a los dictadores viene de esa autoridad que él imponía por la fuerza y de esa relación tan mala que he tenido.

—¿La relación siempre fue esa?
—El rencor desapareció hace mucho, pero el cariño es imposible.

Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú, hijo de Dora y de Ernesto J. Vargas. La historia ha sido contada por él mismo en El pez en el agua (1993), cuyo primer capítulo se titula ‘Ese señor que era mi papá’. Su madre y su padre se habían casado en 1935 y habían marchado a vivir a Lima, donde el hombre develó unas formas violentas. Dora quedó embarazada y, a los cinco meses, su marido sugirió que regresara a Arequipa para tener al bebé. Ella partió sin sospechar y él no volvió a dar señales de vida. El niño, a quien bautizaron Mario, nació en 1936 y la desaparición de su padre le fue ocultada bajo la forma de una historia brutal que, aun así, parecía más suave que el abandono: le dijeron que estaba muerto. Se crió con una madre y unos tíos y unos abuelos amorosos, y la familia se trasladó a Cochabamba cuando él tenía un año. Tenía diez cuando regresaron a Perú, a Piura, donde nada cambió —salvo que, cuarenta días después de haber llegado, nació su nueva prima, una niña llamada Patricia, hija de su tío Lucho y de su tía Olga que ya tenían otra apenas mayor, Wanda— hasta aquella tarde de verano en que su madre le dijo “tú ya lo sabes”, él respondió “por supuesto”, y ella le presentó al hombre que sería su azote y a quien —quizás— le debe todo. Ese mismo día lo llevaron a Lima con engaños y siguió una vida horrorosa. Su padre le prohibía visitar a la familia, ver amigos, escribir, y lo molía a golpes con cualquier excusa.

—Mi madre sufría pero al mismo tiempo lo amaba. En cambio yo era la pura víctima. Pero he pensado que si mi padre no hubiera tenido tanto disgusto ante la idea de que yo me dedicara a escribir, yo no hubiera tenido el carácter para perseverar en esa vocación. Vivir de ser escritor era inconcebible en el Perú de los años cincuenta. Por eso mi sueño era salir, escapar, irme a París.

Un resumen burdo de aquellos años en los que leía, trabajaba, escribía y soñaba con ser escritor sin saber cómo, diría que en 1950 ingresó en el liceo militar Leoncio Prado, en 1951 consiguió sus primeros trabajos como periodista en diarios locales, en 1952 regresó a Piura para terminar el secundario y, al año siguiente, a Lima para estudiar Derecho en la Universidad de San Marcos, donde se unió al partido comunista. En 1955, cuando llegó de visita una hermana de su tía Olga, Julia Urquidi, que tenía 32 cuando él tenía 19, quiso que esa mujer, su tía política, fuera su esposa y lo fue (aunque su padre amenazó con matarlo como a un perro). Poco después, ganó una beca que le permitió hacer lo que siempre había querido: irse.

—Nos fuimos a Madrid y luego a París en 1959. Allí conseguí varios trabajos alimenticios.

Descargó camiones de carne y verdura en el mercado de Les Halles y recogió periódicos viejos casa por casa para venderlos después, hasta que consiguió trabajo como profesor de español en las escuelas Berlitz y, luego, como periodista en France Press y en la Radio y Televisión Francesa. Mientras tanto, terminó de escribir La ciudad y los perros, una novela que transcurre en el liceo Leoncio Prado y funciona como un enorme sistema de delaciones encastradas en el que, sobre el final, todo se resignifica. La novela fue rechazada por varias editoriales hasta que llegó a manos del editor español Carlos Barral y, publicada en 1963, transformó a Vargas Llosa en un nombre fundamental del boom de la literatura latinoamericana cuando tenía apenas 26 años. Para ese entonces, ya se sentía profundamente enamorado de su prima hermana, Patricia.

—Ella había ido a París a estudiar. Y lo otro… a ver si lo escribo algún día.
—¿Pero qué fue lo que te atrajo?
—No, no. No te voy a contar. Porque es un tema que podría, quizás, algún día, escribir.

Si bien ha escrito profusamente acerca de las humillaciones a las que lo sometió su padre, o de la relación con Julia Urquidi, hay temas sobre los que mantiene el más flemático de los blindajes. Jamás, por ejemplo, habla de los motivos que lo distanciaron de su alguna vez amigo Gabriel García Márquez (a quien golpeó famosamente en México, en 1976), y las líneas que mencionan a Patricia, su mujer actual, son discretas, apenas escanciadas.

—No, no te cuento porque si algún día continúo las memorias escribiré esa historia, que tiene que ver con los años tan bonitos de París.
—¿Por qué tan bonitos?
—Porque ahí me hice un escritor.
—¿Cómo fueron esos años en París?
—No fue fácil. Fue duro.

Patricia Llosa está en el sofá de la sala de su casa. Tiene una voz de afonía morbosa y una risa corta, precisa.

—Yo tenía 16, mi hermana Wanda 17. Era 1960. Llegamos a París para estudiar francés y fuimos a vivir con Mario. Era el primo hermano que me llevaba a los museos, me enseñaba a leer. Yo pensaba “qué buena persona, me lleva a todas partes”. Un día me dijo que estaba enamorado, y yo le dije “cállate, idiota”, porque imagínate el impacto. Pero en ese interín, mi hermana murió en un accidente aéreo. Yo regresé a Lima y fue una etapa monstruosa. Mi madre estaba destruida. Mario me escribía. Yo primero decía “no, no”. Mi padre trataba de disuadirnos. A mí me decía que Mario era complicadísimo. Y a Mario le decía que yo era terrible, que lo iba a destruir. Y no nos convenció. Nos casamos, empezamos a vivir en París. Pero no fue fácil. Para mí era el recuerdo de haber vivido allí con mi hermana. Luego quedé embarazada de Álvaro. Mario tenía mucho temor a ser padre, y por eso fue un padre tan suave. La parte más terrible me la dejaba a mí.

—Te dejaron el papel de…
—El monstruo. Yo comprendí que era por la relación que tuvo con su padre, pero pesa. Tú dices “bueno, más adelante la figura del papá va a ser perfecta y la mamá la pesada”. Yo tenía 19 años y tenía que llevar adelante una casa y una economía nada floreciente. Supongo que tuvo mucho que ver el reto. No te olvides que trataron de disuadirnos de que lo que íbamos a hacer era una locura. Entonces, supongo que también había algo de “hay que demostrar que esto es perfecto”. Después fuimos a Londres. Y típico de Mario, fue a conseguir casa y terminamos en el medio del campo, porque no preguntó dónde quedaba. Fueron meses de una inmensa soledad. Cuando Mario viajaba era peor. ¿Sabes cuál era mi entretenimiento? Me subía a un autobús con Álvaro y hacía todo el recorrido hasta la terminal.

A La ciudad y los perros siguieron La casa verde (1966), Los cachorros (1967), y Conversación en La Catedral, cuyo manuscrito hizo que la agente literaria Carmen Balcells fuera a buscarlo a Londres, donde él daba clases, para decirle que debía mudarse a Barcelona y dedicarse a escribir, cosa que hizo. Ya en Barcelona publicó Pantaleón y las visitadoras (1973) y, en 1977, La tía Julia y el escribidor, la historia de su relación con Julia Urquidi entrelazada con la de Pedro Camacho, un hombrecito estrafalario, autor de radioteatros exitosos. Cuando su padre la leyó, lo acusó de resentido y le advirtió que haría circular una carta entre la familia, denostándolo.

—Mi padre murió en 1979. Estábamos enemistados por esa carta. En los últimos años hizo varios intentos de acercarse, pero nunca pude mentir un cariño que no sentía.

La muerte de Ernesto Vargas ocurrió por infarto, en 1979, y está narrada en El pez en el agua a lo largo de tres páginas. Entre paréntesis.

—¿De verdad lo escribí en un paréntesis?
—Sí.
—No me acordaba.

Desde los años sesenta, ha escrito más de veinte libros de no ficción, nueve obras de teatro, un volumen de cuentos (Los jefes), y dieciocho novelas. En 1981, cuando ya llevaba dos décadas siendo un autor consagrado, publicó la que muchos consideran su obra maestra, La guerra del fin del mundo. Siguieron novelas que la crítica trató de manera dispar, como Historia de Mayta (1987), que no tuvo demasiada fortuna, y La Fiesta del Chivo (2000), que fue muy elogiada. Sus ensayos recorren la obra de Onetti, de Flaubert, de Victor Hugo. Sus columnas periodísticas, que publica desde 1977 bajo el título Piedra de toque, versan sobre todas las cosas (desde un elogio a Margaret Thatcher hasta la celebración del proyecto de legalización de la marihuana que impulsa el presidente de Uruguay). Es escritor, periodista, actor (participó de la puesta de Odiseo y Penélope, y en una versión de Las mil y una noches) y fue candidato a presidente de su país en 1990. Tiene casa en Lima, en París, en Madrid y, en todas, amplias bibliotecas repletas de volúmenes en cuya página final anota comentarios. No sabe la dirección de su departamento, ni el número de su pasaporte, pero conoce con detalle la historia del abuelo de su yerno o el funcionamiento del sistema de salud de los países escandinavos. Es puntual, impaciente con la impuntualidad ajena, y mezcla un nomadismo tóxico —vive entre Madrid, Lima y decenas de aviones— con una rutina de monje: esté donde esté, camina una hora todas las mañanas, desayuna, trabaja hasta el almuerzo y, después, vuelve a su estudio hasta las seis, cuando sale al teatro, a comer o al cine. En 1967 ganó el premio Rómulo Gallegos, en 1986 el Príncipe de Asturias, en 1994 el Cervantes. En 2010, cuando le dieron el Nobel, alguien le preguntó: “¿Tiene ánimo para seguir escribiendo o el Nobel es un punto final?”, y él saltó como un alambre: “No me voy a dejar enterrar por este premio”.

—Esta fábrica que se llama Vargas Llosa fue creciendo —dice Patricia Llosa—. Somos cinco personas trabajando y me siento desbordada. Me ocupo de todo: de la correspondencia, de las invitaciones.

—¿Te gusta hacer esto?
—Yo decía “creo que si no me hubiera casado con Mario hubiera estudiado medicina”. Pero son cosas que dices de joven. No digo “qué horror esto que me ha tocado”. Es un poco complicado cuando él quiere salir en las tardes y yo estoy con lo contrario, quiero quedarme porque estoy cansada o tengo trabajo. Ahora empecé a llevarle el celular a la cama. Me tapo la cabeza con la frazada y me pongo a ver todas las tragedias juntas.

MVLL retornó a Piura en su reciente novela El héroe discreto
En 2011, el escritor peruano Fernando Iwasaki coordinó un número especial de la revista toledana Turia dedicada a Vargas Llosa y allí el español Javier Cercas escribió: “Si se hubiera muerto o hubiera dejado de escribir con 33 años, cuando sólo había publicado La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros y Conversación en La Catedral, lo habríamos considerado uno de los mejores novelistas en español de cualquier época (…) Pero es que después escribió cosas como La tía Julia, como Historia de Mayta, como La guerra del fin del mundo, como La Fiesta del Chivo (…) Es natural que muchos escritores nos sintamos humillados por Vargas Llosa. Cosa esta última que, junto con su incapacidad para callarse lo que piensa, explica que tenga tantos detractores en el gremio (…)”. Si hasta 1971 fue un escritor de izquierdas, ese año empezó a ser muy crítico con la revolución cubana y más tarde se reconoció liberal. El cambio de postura resultó una afrenta difícil (“afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor”, escribió el uruguayo Mario Benedetti) y ha tenido efectos concretos (como cuando en 2010, en Chile y durante la inauguración del Museo de la Memoria en honor a las víctimas de Pinochet, lo abuchearon en público).

—Él siempre nos enseñó la lección de la impopularidad —dice Álvaro Vargas Llosa—. Nunca hizo concesión. Y eso entraña una actitud muy arriesgada: es como decir “no me importa quedarme solo”.
—¿Cuál es la dirección, Patricia?

Son las nueve y cuarto de la noche. Patricia Llosa se sube a un taxi, saca un papel de la cartera y lee.

—Henri Dunant… —pronuncia en francés, pero hace un gesto de fastidio y se corrige—. Enrique Dunant, esquina a padre Damián.
—Lo de Enrique no me suena —dice el taxista—, pero lo del Padre Damián, sí.
—Bueno —dice Mario Vargas Llosa—, eso, Enrique Damián, vamos.

Mario Vargas Llosa no tiene idea de dónde queda al restaurante en el que se reunirá para cenar con su familia, pero tampoco sabe a qué hora sale el avión que dos días más tarde los llevará a todos a Italia, ni cuál es el sitio de destino. En el restaurante han dispuesto una mesa para veinte y, entre los saludos a la multitud, Patricia indica el orden de los comensales.

—¿Dónde me siento yo, Patricia? —pregunta Vargas Llosa—.
—Allí —dice Patricia, señalando una silla, y su marido se sienta—.

En uno de los extremos se habla de política, en el otro de albóndigas. Cuando llegan los platos, todos empiezan a preguntarse unos a otros: “¿Qué pediste, qué tiene tu salsa?”.

—Como verás, el registro familiar es alto —dice Morgana, gritando sobre la bulla, sentada junto a Verónica Ramírez, a la vez su amiga íntima y asistente de su padre—. Mi padre es capaz de hacer cosas inconcebibles por la comida. Una vez regresábamos él, Verónica y yo, desde París. Conducía Verónica y llovía muchísimo. Hay un sitio en Burgos donde él quería parar a comer huevos con morcilla. Era de noche. Casi no teníamos combustible. Y mi padre empieza a hablar de los huevos con morcilla. Que no existe otro sitio igual en el mundo, que la morcilla es sólo de Burgos.

—Y mientras —dice Verónica—, iba recitando: “Ahora estamos por Guernica”. Y recitaba la historia de cada pueblo.
—Y cuando llegamos al sitio le dijimos: “Vamos a echar gasolina y luego a comer”. Y él: “De ninguna manera, primero las morcillas con huevo, y luego vemos si echamos gasolina”. La sola idea de demorar diez minutos los huevos con morcilla le resultaba insoportable. Así que tuvimos que parar a comer. Yo me comí esos huevos enferma.
—¡Mentira! —dice Vargas Llosa, falsamente indignado—. Se los comió con un placer infinito. Mira, mis hijos no me tienen ningún respeto. Ni mi secretaria. Se burlan en mi cara. Y mi mujer también. Nunca se ha acostumbrado a ser mi mujer. Todavía sigue siendo mi prima y no me respeta nada. Todo el mundo lloró en el discurso del Nobel, menos la beneficiaria de mi llanto, que era ella.

El 7 de diciembre de 2010, cuando pronunció el discurso de aceptación del Nobel, Vargas Llosa, con la voz quebrada, leyó aquello que dio la vuelta al mundo: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable (…) Ella hace todo y todo lo hace bien (…) y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

—No lloró nada. Sólo hizo el gesto. Nunca ha llorado por cosas emotivas, sentimentales. ¿Sabes qué me dijo cuando le dije que me había enamorado de ella? “Cállate, idiota”. Qué cosa tan desmoralizadora.
Al otro lado de la mesa, Patricia se ríe y hace el gesto de secarse lágrimas falsas.

En los años noventa, cuando ya había hecho notorios cambios de rumbo en su vida (de comunista a liberal, de hijo sometido a varón casado con su prima, de escritor de prestigio a candidato a presidente), y en su obra (de novelas densas a la hojaldrada levedad de Pantaleón y las visitadoras y, de allí, al artefacto histórico y barroco de La guerra del fin del mundo), dijo, en una entrevista con Paris Review: “Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia”. Ahora, después de una etapa marcada por novelas con personajes históricos —Trujillo, en La Fiesta del Chivo (2000); Flora Tristán, la abuela de Paul Gauguin, en El paraíso en la otra esquina (2003), y Roger Casement, el dublinés que denunció los abusos de la colonia en el Congo Belga, en El sueño del celta (2012)—, El héroe discreto marca un regreso a las historias que transcurren en Perú y la reaparición de personajes como Lituma (de Lituma en los Andes, 1993), y Rigoberto y Fonchito (de Los cuadernos de don Rigoberto, 1997). El argumento gira en torno a dos familias, una piurana, la de Felícito Yanaqué, y otra limeña, la de Rigoberto. Felícito es dueño de una empresa de transportes y recibe una carta en la que una organización mafiosa le comunica que deberá pagar soborno a cambio de protección. Él se niega y, a partir de ese momento, su vida se transforma en un infierno: le incendian la oficina, secuestran a su amante. Mientras, en Lima, Rigoberto se mete en problemas por salir de testigo del casamiento de Ismael, su amigo del alma, mientras lidia con su propio hijo, Fonchito, a quien se le aparece un hombre inquietante. Ambas historias confluyen en un final en el que ni los hijos son tan víctimas como se podría pensar, ni las mujeres tan sumisas como aparentaban, ni los padres son tan buenos como parecían.

—Esta novela empezó por una información que leí en la que se hablaba de un hombre que tenía una empresa de transportes pequeñita en Trujillo y decía que él no iba a pagar sobornos, e informaba de eso a los mafiosos. Y entonces me empezó a dar vueltas el personaje. Por otra parte, desde que terminé Los cuadernos de don Rigoberto tenía idea de hacer una nueva novela con don Rigoberto, pero no pensé en fundir esas dos ideas. Cuando se me ocurrió fundir al transportista y a don Rigoberto, empecé a imaginarme la novela. Hice lo que hago siempre con los proyectos. Fichas, trayectorias de los personajes. Y trabajo de campo. Voy a los lugares que quiero inventar.

—¿Volviste a Piura para escribirla?
—Dos veces. Pero la Piura que yo guardaba en la memoria es una ciudad que ha desaparecido. Sólo la recuerdan los viejos.

Esta novela empezó por una información en la que se hablaba de un empresario que decía que no iba a pagar sobornos

—En una entrevista con Paris Review dijiste: “Si no escribiera no dudaría un instante en volarme la tapa de los sesos (…) escribir es una forma de combatir la infelicidad”. Pero lo que se ve a tu alrededor es una vida agradable.
—Tú puedes tener una vida muy rica y al mismo tiempo siempre va a estar por debajo de tus expectativas. Uno de los mecanismos que hemos inventado para poder llenar ese vacío es la literatura, que te permite vivir la vida que no puedes vivir. No hay vidas colmadas. Me hubiera gustado ser un escritor aventurero. Tener una vida intensa, rica, y al mismo tiempo volcada a la literatura. Pero bueno, al menos nunca he estado en la torre de marfil.

—Mira, siéntate, y dime si puedes escribir algo allí.

Dorita Llosa la madre del escritor
Verónica Ramírez indica la silla del estudio de Mario Vargas Llosa, separada del teclado de la computadora por una distancia tan amplia que obliga a escribir en una postura tiesa.


—Nadie puede escribir ahí. Sólo él.

El estudio tiene un entrepiso en el que hay un televisor donde cada tarde Vargas Llosa mira el noticiero, algunas series. Por todas partes —sobre el escritorio, en el piso, en los estantes— hay hipopótamos: de acero, de plástico, de peluche.
—Un día dijo que le gustaban los hipopótamos y le empezaron a regalar toneladas. Éste lo compró el otro día en un aeropuerto.
—Pero esto es una vaca.
—Sí. Pero cuando le dijimos: “Mario, es una vaca”, se puso tan triste que dijimos: “Bueno, mira, es que parece un hipopótamo”.

—Por las mañanas salimos a caminar juntos —dice Patricia Llosa—, pero él trabaja cuando camina. Cuando tú le cuentas cosas crees que te está escuchando y no. Es un poco deprimente. Pero yo ya me acostumbré.
—¿Cómo creés que te ve la gente?
—Yo creo que como me han visto mis hijos de chicos. Que era un poquito el monstruo. “Hay que pasar por la mujer para llegar a él”. En el fondo deben pensar: “Qué pesada la señora”.

—Hola, Álvaro.
Álvaro saluda, se sienta, comenta el berrinche de Anahís.
—Tú también llorabas cuando eras pequeño —dice su padre—.
—No me acuerdo —dice Álvaro, sentándose en un sofá—.
—Claro, si tenías un año. Cuando estábamos en Londres y tenía que darte esa cosa espantosa, los productos Herbal o Hierbal. Patricia se iba a clases de inglés, y yo estaba escribiendo Conversación en La Catedral y tenía que parar para darte los productos esos. Entonces cerrabas la boca.

Álvaro lo mira con curiosidad mientras su padre empieza a sacudirse de risa.
—Y yo le abría la boca. Y cuando lograba embutirle todo el frasquito, él lo vomitaba entero. Entonces lo metía en el cuarto del fondo, cerraba esa puerta, cerraba otra puerta y me ponía a trabajar. Y los chillidos de la criatura atravesaban las tres puertas y llegaban a mi máquina de escribir. Cuando llegaba Patricia me preguntaba: “¿Le diste la cosa?”, y yo “sí, sí”. Y la impresionaba porque el chico estaba empapado de llanto y de sudor, de la cólera que le producía que nadie le hiciera caso con sus chillidos. Seguramente son los momentos más escabrosos de Conversación en La Catedral.

—Al menos sirvió para algo —dice Álvaro—.

Las carcajadas del padre y el hijo se entremezclan con el llanto majestuoso de Anahís.
—Mira qué pataleta. ¡Morgana, tráela, que la calmamos!
—¡No se puede, papá! —grita Morgana—.

Mario Vargas Llosa se ríe y dice que ser abuelo es fenomenal.
—Cuando los niños chillan o pasa algo, sólo tienes que devolvérselos a los padres.
EL HEROE DISCRETO

El capítulo I de la primera novela escrita por Mario Vargas Llosa después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura 2010. El lanzamiento mundial de esta obra está previsto para el próximo 12 de setiembre.

«Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo».
Jorge Luis Borges
El hilo de la fábula
I
Catedral de Piura iluminada
Felícito Yanaqué, dueño de la Empresa de Transportes Narihualá, salió de su casa aquella mañana, como todos los días de lunes a sábado, a las siete y media en punto, luego de hacer media hora de Qi Gong, darse una ducha fría y prepararse el desayuno de costumbre: café con leche de cabra y tostadas con mantequilla y unas gotitas de miel de chancaca. Vivía en el centro de Piura y en la calle Arequipa había ya estallado el bullicio de la ciudad, las altas veredas estaban llenas de gente yendo a la oficina, al mercado o llevando los niños al colegio. Algunas beatas se encaminaban a la catedral para la misa de ocho. Los vendedores ambulantes ofrecían a voz en cuello sus melcochas, chupetes, chifles, empanadas y toda suerte de chucherías y ya estaba instalado en la esquina, bajo el alero de la casa colonial, el ciego Lucindo, con el tarrito de la limosna a sus pies. Todo igual a todos los días, desde tiempo inmemorial.
Con una excepción. Esta mañana alguien había pegado a la vieja puerta de madera claveteada de su casa, a la altura de la aldaba de bronce, un sobre azul en el que se leía claramente en letras mayúsculas el nombre del propietario: DON FELÍCITO YANAQUÉ. Que él recordara, era la primera vez que alguien le dejaba una carta colgada así, como un aviso judicial o una multa. Lo normal era que el cartero la deslizara al interior por la rendija de la puerta. La desprendió, abrió el sobre y la leyó moviendo los labios a medida que lo hacía:
Señor Yanaqué:
Que a su Empresa de Transportes Narihualá le vaya tan bien es un orgullo para Piura y los piuranos. Pero también un riesgo, pues toda empresa exitosa está expuesta a sufrir depredación y vandalismo de los resentidos, envidiosos y demás gentes de malvivir que aquí abundan como usted sabrá muy bien. Pero no se preocupe. Nuestra organización se encargará de proteger a Transportes Narihualá, así como a usted y su digna familia de cualquier percance, disgusto o amenaza de los facinerosos. Nuestra remuneración por este trabajo será 500 dólares al mes (una modestia para su patrimonio, como ve). Lo contactaremos oportunamente respecto a las modalidades de pago.
No necesitamos encarecerle la importancia de que tenga usted la mayor reserva sobre el particular. Todo esto debe quedar entre nosotros.
Dios guarde a usted.
En vez de firma, la carta llevaba el tosco dibujo de lo que parecía una arañita.
Don Felícito la leyó un par de veces más. La carta estaba escrita en letra bailarina y con manchones de tinta. Se sentía sorprendido y divertido, con la vaga sensación de que se trataba de una broma de mal gusto. Arrugó la carta con el sobre y estuvo a punto de echarla al cubo de la basura en la esquina del cieguito Lucindo. Pero se arrepintió y, alisándola, se la guardó en el bolsillo.
Había una docena de cuadras entre su casa de la calle Arequipa y su oficina, en la avenida Sánchez Cerro. No las recorrió esta vez preparando la agenda de trabajo del día, como hacía siempre, sino dando vueltas en su cabeza a la carta de la arañita. ¿Debía tomarla en serio? ¿Ir a la policía a denunciarla? Los chantajistas le anunciaban que se pondrían en contacto con él para las «modalidades de pago». ¿Mejor esperar que lo hicieran antes de dirigirse a la comisaría? Tal vez no fuera más que la gracia de un ocioso que quería hacerle pasar un mal rato. Desde hacía algún tiempo la delincuencia había aumentado en Piura, cierto: atracos a casas, asaltos callejeros, hasta secuestros que, se decía, arreglaban por lo bajo las familias de los blanquitos de El Chipe y Los Ejidos. Se sentía desconcertado e indeciso, pero seguro al menos de una cosa: por ninguna razón y en ningún caso daría un centavo a esos bandidos. Y, una vez más, como tantas en su vida, Felícito recordó las palabras de su padre antes de morir: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener». Le había hecho caso, nunca se había dejado pisotear. Y con su medio siglo y pico en las espaldas ya estaba viejo para cambiar de costumbres. Estaba tan absorbido en estos pensamientos que apenas saludó con una venia al recitador Joaquín Ramos y apuró el paso; otras veces se detenía a cambiar unas palabras con ese impenitente bohemio, que se habría pasado la noche en algún barcito y sólo ahora se recogía a su casa, con los ojos vidriosos, su eterno monóculo y jalando a la cabrita que llamaba su gacela.
Cuando llegó a las oficinas de la Empresa Narihualá ya habían salido, a su hora, los autobuses a Sullana, Talara y Tumbes, a Chulucanas y Morropón, a Catacaos, La Unión, Sechura y Bayóvar, todos con buen pasaje, así como los colectivos a Chiclayo y las camionetas a Paita. Había un puñado de gente despachando encomiendas o averiguando los horarios de los ómnibus y colectivos de la tarde. Su secretaria, Josefita, la de las grandes caderas, los ojos pizpiretos y las blusitas escotadas, le había puesto ya en el escritorio la lista de citas y compromisos del día y el termo de café que iría bebiendo en el curso de la mañana hasta la hora del almuerzo.
—¿Qué le pasa, jefe? —lo saludó—. ¿Por qué esa cara? ¿Tuvo pesadillas anoche?
—Problemitas —le respondió, mientras se quitaba el sombrero y el saco, los colgaba en la percha y se sentaba. Pero inmediatamente se levantó y se los puso de nuevo, como recordando algo muy urgente.
—Ya vuelvo —dijo a su secretaria, camino a la puerta—. Voy a la comisaría a hacer una denuncia.
—¿Se le metieron ladrones? —abrió sus grandes ojos vivaces y saltones Josefita—. Pasa todos los días, ahora en Piura.
—No, no, ya te contaré.
A pasos resueltos, Felícito se dirigió a la comisaría que estaba a pocas cuadras de su oficina, en la misma avenida Sánchez Cerro. Era temprano aún y el calor resultaba soportable, pero él sabía que antes de una hora estas veredas llenas de agencias de viajes y compañías de transporte comenzarían a arder y que volvería a la oficina sudando. Miguel y Tiburcio, sus hijos, le habían dicho muchas veces que era locura llevar siempre saco, chaleco y sombrero en una ciudad donde todos, pobres o ricos, andaban el año entero en mangas de camisa o guayabera. Pero él nunca se quitaba esas prendas para guardar la compostura desde que inauguró Transportes Narihualá, el orgullo de su vida; invierno o verano llevaba siempre sombrero, saco, chaleco y la corbata con su nudo miniatura. Era un hombre menudo y muy flaquito, parco y trabajador que, allá en Yapatera, donde nació, y en Chulucanas, donde estudió la primaria, nunca se puso zapatos. Sólo empezó a hacerlo cuando su padre se lo trajo a Piura. Tenía cincuenta y cinco años y se conservaba sano, laborioso y ágil. Pensaba que su buen estado físico se debía a los ejercicios matutinos de Qi Gong que le había enseñado su amigo, el finado pulpero Lau. Era el único deporte que había practicado en su vida, además de caminar, siempre que se pudiera llamar deporte a esos movimientos en cámara lenta que eran sobre todo, más que ejercitar los músculos, una manera distinta y sabia de respirar. Llegó a la comisaría acalorado y furioso. Broma o no broma, el que había escrito aquella carta le estaba haciendo perder la mañana.
El interior de la comisaría era un horno y, como todas las ventanas estaban cerradas, se hallaba medio a oscuras. Había un ventilador a la entrada, pero parado. El guardia de la mesa de partes, un jovencito imberbe, le preguntó qué se le ofrecía.
—Hablar con el jefe, por favor —dijo Felícito, alcanzándole su tarjeta.
—El comisario está de vacaciones por un par de días —le explicó el guardia—. Si quiere, podría atenderlo el sargento Lituma, que es por ahora el encargado del puesto.
—Hablaré con él, entonces, gracias.
Tuvo que esperar un cuarto de hora hasta que el sargento se dignara recibirlo. Cuando el guardia lo hizo pasar al pequeño cubículo, Felícito tenía su pañuelo empapado de tanto secarse la frente. El sargento no se levantó a saludarlo. Le extendió una mano regordeta y húmeda y le señaló la silla vacía que tenía al frente. Era un hombre rollizo, tirando a gordo, de ojitos amables y un comienzo de papada que se sobaba de tanto en tanto con cariño. Llevaba la camisa caqui del uniforme desabotonada y con lamparones de sudor en las axilas. En la pequeña mesita había un ventilador, éste sí funcionando. Felícito sintió agradecido la ráfaga de aire fresco que le acarició la cara.
—En qué puedo servirlo, señor Yanaqué.
—Me acabo de encontrar esta carta. La pegaron en la puerta de mi casa.
Vio que el sargento Lituma se calzaba unos anteojos que le daban un aire leguleyo y, con expresión tranquila, la leía cuidadosamente.
—Bueno, bueno —dijo por fin, haciendo una mueca que Felícito no llegó a interpretar—. Éstas son las consecuencias del progreso, don.
Al ver el desconcierto del transportista, aclaró, sacudiendo la carta que tenía en la mano:
—Cuando Piura era una ciudad pobre, estas cosas no pasaban. ¿A quién se le iba a ocurrir entonces pedirle cupos a un comerciante? Ahora, como hay plata, los vivos sacan las uñas y quieren hacer su agosto. La culpa la tienen los ecuatorianos, señor. Como desconfían de su Gobierno, sacan sus capitales y vienen a invertirlos aquí. Están llenándose los bolsillos con nosotros, los piuranos.
—Eso no me sirve de consuelo, sargento. Además, oyéndolo, parecería una desgracia que ahora a Piura le vayan bien las cosas.
—No he dicho eso —lo interrumpió el sargento, con parsimonia—. Sólo que todo tiene su precio en esta vida. Y el del progreso es éste.
De nuevo agitó en el aire la carta de la arañita y a Felícito Yanaqué le pareció que aquella cara morena y regordeta se burlaba de él. En los ojos del sargento fosforecía una lucecita entre amarilla y verdosa, como la de las iguanas. Al fondo de la comisaría se oyó una voz vociferante: «¡Los mejores culos del Perú están aquí, en Piura! Lo firmo, carajo». El sargento sonrió y se llevó el dedo a la sien. Felícito, muy serio, sentía claustrofobia. Casi no había espacio para ellos dos entre estos tabiques de madera tiznados y tachonados de avisos, memorándums, fotos y recortes de periódico. Olía a sudor y vejez.
—El puta que escribió esto tiene su buena ortografía —afirmó el sargento, hojeando de nuevo la carta—. Yo, al menos, no le encuentro faltas gramaticales.
Felícito sintió que se le revolvía la sangre.
—No soy bueno en gramática y no creo que eso importe mucho —murmuró, con un deje de protesta—. ¿Y ahora qué cree usted que va a ocurrir?
—De inmediato, nada —repuso el sargento, sin inmutarse—. Le tomaré los datos, por si acaso. Puede que el asunto no pase de esta carta. Alguien que lo tiene entre ojos y que le gustaría darle un colerón. O pudiera ser que vaya en serio. Ahí dice que lo van a contactar para el pago. Si lo hacen, vuelva por acá y veremos.
—Usted no parece darle importancia al asunto —protestó Felícito.
—Por ahora no la tiene —admitió el sargento, alzando los hombros—. Esto es nada más que un pedazo de papel arrugado, señor Yanaqué. Podría ser una cojudez. Pero si la cosa se pone seria, la policía actuará, se lo aseguro. En fin, a trabajar.
Durante un buen rato, Felícito tuvo que recitar sus datos personales y empresariales. El sargento Lituma los iba anotando en un cuaderno de tapas verdes con un lapicito que humedecía en su boca. El transportista respondía las preguntas, que se le antojaban inútiles, con creciente desmoralización. Venir a sentar esta denuncia era una pérdida de tiempo. Este cachaco no haría nada. Además, ¿no decían que la policía era la más corrupta de las instituciones públicas? A lo mejor la carta de la arañita había salido de esta cueva maloliente. Cuando Lituma le dijo que la carta tenía que quedarse en la comisaría como prueba de cargo, Felícito dio un respingo.
—Quisiera sacarle una fotocopia, primero.
—Aquí no tenemos fotocopiadora —explicó el sargento, señalando con los ojos la austeridad franciscana del local—. En la avenida hay muchos comercios que hacen fotocopias. Vaya nomás y vuelva, don. Aquí lo espero.
Felícito salió a la avenida Sánchez Cerro y, cerca del Mercado de Abastos, encontró lo que buscaba. Tuvo que esperar un buen rato a que unos ingenieros sacaran copias de un alto de planos y decidió no volver a someterse al interrogatorio del sargento. Entregó la copia de la carta al guardia jovencito de la mesa de partes y, en vez de regresar a su oficina, volvió a sumergirse en el centro de la ciudad, lleno de gente, bocinas, calor, altoparlantes, mototaxis, autos y ruidosas carretillas. Cruzó la avenida Grau, la sombra de los tamarindos de la Plaza de Armas y, resistiendo la tentación de entrar a tomarse una cremolada de frutas en El Chalán, enrumbó hacia el antiguo barrio del camal, el de su adolescencia, la Gallinacera, vecino al río. Rogaba a Dios que Adelaida estuviera en su tiendita. Le haría bien charlar con ella. Le mejoraría el ánimo y quién sabe si hasta la santera le daba un buen consejo. El calor ya estaba en su punto y no eran ni las diez. Sentía la frente húmeda y una placa candente a la altura de la nuca. Iba de prisa, dando pasos cortitos y veloces, chocando con la gente que atestaba las angostas veredas, oliendo a meados y fritura. Una radio a todo volumen tocaba la salsa Merecumbé.
Felícito se decía a veces, y se lo había dicho alguna vez a Gertrudis, su mujer, y a sus hijos, que Dios, para premiar sus esfuerzos y sacrificios de toda una vida, había puesto en su camino a dos personas, el pulpero Lau y la adivinadora Adelaida. Sin ellos nunca le habría ido bien en los negocios, ni hubiera sacado adelante su empresa de transportes, ni constituido una familia honorable, ni tendría esa salud de hierro. Nunca había sido amiguero. Desde que al pobre Lau se lo llevó al otro mundo una infección intestinal, sólo le quedaba Adelaida. Afortunadamente estaba allí, junto al mostrador de su pequeña tienda de yerbas, santos, costuras y cachivaches, mirando las fotos de una revista.
—Hola, Adelaida —la saludó, estirándole la mano—. Chócate esos cinco. Qué bueno que te encuentro.
Era una mulata sin edad, retaca, culona, pechugona, que andaba descalza sobre el suelo de tierra de su tiendita, con los largos y crespos cabellos sueltos barriéndole los hombros y enfundada en esa eterna túnica o hábito de crudo color barro, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía unos ojos enormes y una mirada que parecía taladrar más que mirar, atenuada por una expresión simpática, que daba confianza a la gente.
—Si vienes a visitarme, algo malo te ha pasado o te va a pasar —se rió Adelaida, palmeándole la espalda—. ¿Cuál es tu problema, pues, Felícito?
Él le alcanzó la carta.
—Me la dejaron en la puerta esta mañana. No sé qué hacer. Puse una denuncia en la comisaría, pero creo que será por gusto. El cachaco que me atendió no me hizo mucho caso.
Adelaida tocó la carta y la olió, aspirando profundamente como si se tratara de un perfume. Luego se la llevó a la boca y a Felícito le pareció que hasta chupaba una puntita del papel.
—Léemela, Felícito —dijo, devolviéndosela—. Ya veo que no es una cartita de amor, che guá.
Escuchó muy seria mientras el transportista se la leía. Cuando éste terminó, hizo un puchero burlón y abrió los brazos:
—¿Qué quieres que yo te diga, papacito?
—Dime si esto va en serio, Adelaida. Si tengo que preocuparme o no. O si es una simple pasada que me hacen, por ejemplo. Aclárame eso, por favor.
La santera soltó una carcajada que removió todo su cuerpo fortachón escondido bajo la amplia túnica color barro.
—Yo no soy Dios para saber esas cosas —exclamó, subiendo y bajando los hombros y revoloteando las manos.
—¿No te dice nada la inspiración, Adelaida? En veinticinco años que te conozco nunca me has dado un mal consejo. Todos me han servido. No sé qué hubiera sido mi vida sin ti, comadrita. ¿No podrías darme alguno ahora?
—No, papito, ninguno —repuso Adelaida, simulando que se entristecía—. No me viene ninguna inspiración. Lo siento, Felícito.
—Bueno, qué se le va a hacer —asintió el transportista, llevándose la mano a la cartera—. Cuando no hay, no hay.
—Para qué me vas a dar plata si no te he podido aconsejar —protestó Adelaida. Pero acabó por meterse al bolsillo el billete de veinte soles que Felícito insistió en que aceptara.
—¿Me puedo sentar aquí un rato, en la sombra? Me he agotado con tanto trajín, Adelaida.
—Siéntate y descansa, papito. Te voy a traer un vaso de agua bien fresquita, recién sacada de la piedra de destilar. Acomódate, nomás.
Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algunas con velitas prendidas y otras con adornos que incluían rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa, por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los barrios la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no hacía brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, desenamorarse o provocar la mala suerte, o esos chamanes de Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambullían en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles un centavo. Aunque, si estos insistían, acabara por guardarse el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Adelaida. No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni parientes; siempre andaba sola, pero ella parecía contenta con la vida de anacoreta que llevaba.
La había visto por primera vez un cuarto de siglo atrás, cuando era chofer interprovincial de camiones de carga y no tenía aún su pequeña empresa de transportes, aunque ya soñaba noche y día con tenerla. Ocurrió en el kilómetro cincuenta de la Panamericana, en esas rancherías donde los omnibuseros, camioneros y colectiveros paraban siempre a tomarse un caldito de gallina, un café, un potito de chicha y a comerse un sándwich antes de enfrentarse al largo y candente recorrido del desierto de Olmos, lleno de polvo y piedras, vacío de pueblos y sin una sola estación de gasolina ni taller de mecánica para caso de accidente. Adelaida, que llevaba ya ese camisón color barro que sería siempre su única vestimenta, tenía uno de los puestos de carne seca y refrescos. Felícito conducía un camión de la Casa Romero, cargado hasta el tope de pencas de algodón, rumbo a Trujillo. Iba solo, su ayudante había renunciado al viaje en el último momento porque del Hospital Obrero le avisaron que su madre se había puesto muy mal y que podía fallecer en cualquier momento. Él se estaba comiendo un tamal, sentado en la banquita del mostrador de Adelaida, cuando notó que la mujer lo miraba de una manera rara con esos ojazos hondos y escarbadores que tenía. ¿Qué mosca le picaba a la doña, che guá? La cara se le había descompuesto. Se la notaba medio asustada.
—¿Qué le pasa, señora Adelaida? ¿Por qué me mira así, como desconfiando de algo?
Ella no dijo nada. Seguía con los grandes y profundos ojos oscuros clavados en él y hacía una mueca de asco o susto que le hundía las mejillas y le arrugaba la frente.
—¿Se siente usted mal? —insistió Felícito, incómodo.
—No se trepe usted en ese camión, mejorcito —dijo la mujer, por fin, con voz ronca, como haciendo un gran esfuerzo para que le obedecieran la lengua y la garganta. Señalaba con su mano el camión rojo que Felícito había estacionado a orillas de la carretera.
—¿Que no me suba a mi camión? —repitió él, desconcertado—. ¿Y por qué, se podría saber?
Adelaida le quitó un momento los ojos de encima para mirar a los costados, como temiendo que los otros choferes, clientes o dueños de las tiendas y barcitos de la ranchería pudieran oírla.
—Tengo una inspiración —le dijo, bajando la voz, siempre con la cara descompuesta—. No puedo explicarle. Créame nomás lo que le digo, por favor. Mejorcito no se trepe a ese camión.
—Le agradezco su consejo, señora, seguro que es de buena fe. Pero, yo tengo que ganarme los frejoles. Soy chofer, me gano la vida con los camiones, doña Adelaida. ¿Cómo les daría de comer a mi mujer y mis dos hijitos, pues?
—Sea muy prudente, entonces, por lo menos —le pidió la mujer, bajando la vista—. Hágame caso.
—Eso sí, señora. Le prometo. Siempre lo soy.
Hora y media después, en una curva de la carretera sin asfaltar, entre una espesa polvareda grisáceo-amarillenta, patinando y chirriando surgió el ómnibus de la Cruz de Chalpón que vino a estampillarse contra su camión, con un ruido estentóreo de latas, frenos, gritos y chirrido de llantas. Felícito tenía buenos reflejos y alcanzó a desviar el camión sacando la parte delantera de la pista, de modo que el ómnibus impactó contra la tolva y la carga, lo que le salvó la vida. Pero, hasta que soldaran los huesos de la espalda, el hombro y la pierna derecha, estuvo inmovilizado bajo una funda de yeso que, además de dolores, le producía una comezón enloquecedora. Cuando por fin pudo volver a manejar, lo primero que hizo fue ir al kilómetro cincuenta. La señora Adelaida lo reconoció de inmediato.
—Vaya, me alegro que ya esté bien —le dijo a modo de saludo—. ¿Un tamalito y una gaseosa, como siempre?
—Le ruego por lo que más quiera que me diga cómo supo que ese ómnibus de la Cruz de Chalpón me iba a embestir, señora Adelaida. No hago más que pensar en eso, desde entonces. ¿Es usted bruja, santa, o qué es?
Vio que la mujer palidecía y no sabía qué hacer con sus manos. Había bajado la cabeza, confundida.
—Yo no supe nada de eso —balbuceó, sin mirarlo y como sintiéndose acusada de algo grave—. Tuve una inspiración, nada más. Me pasa algunas veces, nunca sé por qué. Yo no las busco, che guá. Se lo juro. Es una maldición que me ha caído encima. A mí no me gusta que el santo Dios me hiciera así. Yo le rezo todos los días para que me quite ese don que me dio. Es algo terrible, créamelo. Me hace sentir culpable de todas las cosas malas que le pasan a la gente.
—¿Pero qué vio usted, señora? ¿Por qué me dijo esa mañana que mejorcito no me trepara a mi camión?
—Yo no vi nada, yo nunca veo esas cosas que van a suceder. ¿No se lo he dicho? Sólo tuve una inspiración. Que si se trepaba a ese camión podría pasarle algo. No supe qué. Nunca sé qué es lo que va a ocurrir. Sólo que hay cosas que es preferible no hacerlas, porque tienen malas consecuencias. ¿Se va a comer ese tamalito y tomarse una Inca Kola?
Se habían hecho amigos desde entonces y pronto empezaron a tutearse. Cuando la señora Adelaida dejó la ranchería del kilómetro cincuenta y abrió su tiendecita de yerbas, costuras, cachivaches e imágenes religiosas en las vecindades del antiguo camal, Felícito venía por lo menos una vez por semana a saludarla y platicar un rato. Casi siempre le traía algún regalito, unos dulces, una torta, unas sandalias y, al despedirse, le dejaba un billete en esas manos duras y callosas de hombre que tenía. Todas las decisiones importantes que había tomado en esos veinte y pico de años las había consultado con ella, sobre todo desde que fundó Transportes Narihualá: las deudas que contrajo, los camiones, ómnibus y autos que fue comprando, los locales que alquiló, los choferes, mecánicos y empleados que contrataba o despedía. Las más de las veces, Adelaida tomaba a risa sus consultas. «Y yo qué voy a saber de eso, Felícito, che guá. Cómo quieres que te diga si es preferible un Chevrolet o un Ford, qué sabré yo de marcas de carros si nunca he tenido ni tendré uno». Pero, de tanto en tanto, aunque no supiera de qué se trataba, le venía una inspiración y le daba un consejo: «Sí, métete en eso, Felícito, te irá bien, me parece». O: «No, Felícito, no te conviene, no sé qué pero algo me está oliendo feo en ese asunto». Las palabras de la santera eran para el transportista verdades reveladas y las obedecía al pie de la letra por incomprensibles o absurdas que parecieran.
—Te quedaste dormido, papito —la oyó decir.
En efecto, se había quedado adormecido después de tomarse el vasito de agua fresca que le trajo Adelaida. ¿Cuánto rato había estado cabeceando en esa mecedora dura que le había provocado un calambre en el fundillo? Miró su reloj. Bueno, unos minutitos apenas.
—Han sido las tensiones y el trajín de esta mañana —dijo, poniéndose de pie—. Hasta luego, Adelaida. Qué tranquilidad la que hay aquí en tu tiendita. Siempre me hace bien visitarte, aunque no te venga la inspiración.
Y, en el mismo instante que pronunció la palabra clave, inspiración, con la que Adelaida definía la misteriosa facultad de que estaba dotada, adivinar las cosas buenas o malas que a algunas personas les iban a ocurrir, Felícito advirtió que la expresión de la santera ya no era la misma con que lo había recibido, escuchado la lectura de la carta de la arañita y le había asegurado que no le inspiraba reacción alguna. Estaba muy seria ahora, con una expresión grave, el ceño fruncido y mordisqueándose una uña. Se diría que estaba conteniendo la angustia que empezaba a embargarla. Tenía sus grandes ojazos clavados en él. Felícito sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿Qué te pasa, Adelaida? —preguntó, alarmado—. No me digas que ahora sí...
La mano endurecida de la mujer lo tomó del brazo y le clavó los dedos.
—Dales eso que te piden, Felícito —murmuró—. Mejor dáselo.
—¿Que les dé quinientos dólares al mes a esos chantajistas para que no me hagan daño? —se escandalizó el transportista—. ¿Eso te está diciendo la inspiración, Adelaida?
La santera le soltó el brazo y lo palmeó, cariñosa.
—Ya sé que está mal, ya sé que es mucha plata —asintió—. Pero, qué importa el dinero después de todo, ¿no te parece? Más importante es tu salud, tu tranquilidad, tu trabajo, tu familia, tu amorcito de Castilla. En fin. Ya sé que no te gusta que te diga esto. A mí tampoco me gusta, tú eres un buen amigo, papacito. Además, a lo mejor me equivoco y te estoy dando un mal consejo. No tienes por qué creerme, Felícito.
—No se trata de la plata, Adelaida —dijo él, con firmeza—. Un hombre no se debe dejar pisotear por nadie en esta vida. Se trata de eso, nomás, comadrita.