sábado, 16 de octubre de 2010
LA PIURA DE MI INFANCIA SE ME METIO EN EL ALMA Y NO HA SALIDO DE ALLI
Por: Mario Vargas LLosa
Cuando la conocí, siendo un niño de pantalón corto, Piura era una ciudad de treinta mil almas y el desierto, que la rodeaba por sus cuatro costados, se veía desde todas sus esquinas: arenas blancas y doradas, alborotadas de algarrobos y de médanos que el viento hacía y deshacía a su capricho. En la ciudad de trescientos mil habitantes que es ahora, el desierto ha retrocedido hasta volverse invisible, ahuyentado por innumerables barriadas donde la pobreza se repite y multiplica como pesadilla recurrente.
La Piura de entonces se moría de sed. El río que lleva su nombre era río de avenida y asomaba por la ciudad cada comienzo del verano, en medio de la alegría general: con las aguas llegaba la vida y la recibían todos los piuranos, lanzando cohetones y reventando pólvora, la bendecía el obispo y los churres (los niños) nos revolcábamos en las lenguas líquidas que iban lamiendo el cauce seco, humedeciéndolo, formando pozas y estanques antes de inundarlo y colmarlo. Los seis meses que estaba seco, el cauce del río Piura servía de cancha de fútbol, de refugio a las parejas, y, sobre todo, de escenario para las grandes trompeaderas de los alumnos del Colegio San Miguel, donde hice el último año de la secundaria. Los combatientes se golpeaban en el centro de un gran círculo de espectadores que los enardecía y alentaba con barras y gritos. Con la memoria de estos pugilatos escribí un cuento adolescente, «El desafío», que me ganó, oh maravilla, un viaje a París.
La Piura de estos días vive bajo la amenaza de los aniegos y devastaciones que las lluvias y las crecientes del Niño vienen causando hace años en sus tierras, comunidades y en la misma ciudad. Para contener la furia de esas aguas embravecidas, las alegres barandas del Malecón Eguiguren, donde venían los enamorados a contar las estrellas y a ver la luna bañándose en el río, han sido reemplazadas por unos contrafuertes de cemento que han convertido el más lindo rincón de la antigua ciudad en una especie de búnker. ¡Qué espanto!
Edificios como paquidermos de cemento armado han aplastado a las viejas casonas de portones con clavos y balcones de rejas y la casita donde yo viví, y fui feliz, en la esquina de Tacna y la Avenida Sánchez Cerro, es ahora un chifa lleno de colorines y luces cegadoras, de donde sale una música que rompe los tímpanos. La Plaza Merino parece ser la misma, pero estaba enterrada bajo los toldos y quioscos de una feria y apenas se la divisaba. En todo caso, es seguro que en la casa parroquial de la esquina ya no vive el padre García, filatelista y cascarrabias, que fue mi profesor de religión y que vociferaba desde el púlpito contra la Casa Verde, ni, en la acera de enfrente, esa alumna del Colegio Lourdes, que caminaba como patinando y que a los sanmiguelinos nos cortaba la respiración. Pero la Plaza de Armas casi no ha cambiado. Ahí están los altos, frondosos y rumorosos tamarindos, las estatuas de los héroes epónimos, y las bancas de varillas atestadas de vecinos que han salido a refrescarse, después de un día de calor infernal, con la brisa de la noche. El ambiente es efusivo y jovial, los piropos atrevidos, la coquetería de las chicas audaz, y, en un momento, me pareció que iba a surgir, de pronto, del extinto pasado, la inconfundible silueta de Joaquín Ramos, eximio recitador y bohemio, con sus ojos afiebrados, su monóculo alemán, su barba crecida, sus exabruptos y la cabrita que jalaba con un cordel y a la que llamaba su gacela.
El señor Nieves.Todos mis profesores del Colegio San Miguel han muerto, menos José H. Estrada Morales, que está más vivo que nunca y que, según rumores persistentes, es inmortal. Su prodigiosa memoria me resucita detalles y frases de hace medio siglo con una claridad zenital. Nadie alentó tanto como él, en mis años de colegio, mi vocación literaria. Sin su ayuda, jamás hubiera podido presentar en el teatro Variedades -ahora asesinado y mudado en almacén- mi primera obra de teatro, La huída del Inca, en aquel año, venturoso para mí, de 1952.
El diario La Industria, donde ese año trabajé como redactor y columnista, a la vez que estudiaba el 5to. año de Media, desapareció. Donde estuvo, hay ahora una anodina vivienda que parece deshabitada. A esa casa entraba, montado en su mula, el dueño del periódico, don Miguel Cerro, anciano incombustible, de paso a su fundo, en el rumbo de Catacaos, a tomarnos cuentas al director y a los tres redactores. Nosotros lo tratábamos con inmenso respeto. Pero el señor Nieves, el cajista, lo tuteaba. Ver al señor Nieves armar el periódico componiendo los textos con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía las cuartillas que le llevábamos, tenía algo de magia, de prestidigitación.
La Casa Verde. Al viejo puente de madera de mi infancia que enlazaba Piura con Castilla, se lo llevó el río en una de las crecientes del Niño. Pero luego lo reconstruyeron y ahora está de nuevo allí, como un fantasmón averiado, caricatura del original. Cruzar ese puente y asomar por Castilla significaba, cuando yo era niño, ingresar en territorio prohibido. La vasta ciudad que es ahora Castilla era entonces una mínima barriada de chozas de barro y caña brava, llena de picanterías y chicherías con pendones blancos y rojos flameando en sus fachadas. Un poco aparte de ella, entre médanos y macizos de algarrobos y palmeras, titilaban las lucecitas de la Casa Verde. Desde que escribí la novela que lleva su nombre, visitantes de ocasión que pasan por Piura, me muestran fotos con un guiño pícaro y me preguntan si reconozco en esas casas, conventos, hoteles, que José Estrada Morales les hizo creer era el mítico prostíbulo de la Piura de los años cuarenta y cincuenta, la legendaria mansión que exaltó y asustó mi niñez. Ninguna lo es, por supuesto. Después de más de medio siglo, ya ni siquiera estoy seguro de que alguna vez estuviera del todo en la mediocre realidad esa hospitalaria vivienda de mi memoria, donde fraternizaban los piuranos de todas las clases, tomando vasos de cerveza, bailando valses y tonderos, y saliendo las parejas a hacer el amor sobre la tibia arena, bajo las fosforescencias de la noche norteña.
La Mangachería. La Mangachería ya no existe. Ese barrio bravío, de palomillas, guitarristas, cuchilleros, santeras, forajidos, atiborrado de piajenos (burros) y de churres descalzos, donde la Guardia Civil vacilaba en entrar, es ahora «barrio de blancos». Se adecentó y desapareció, y, con él, una Corte de los Milagros que llenó de leyendas, jaranas, fechorías insignes y amores sangrientos la historia de Piura. También desapareció el barrio rival, La Gallinacera, las manzanas apretujadas en torno del camal que, naturalmente, también se ha extinguido. Ya no habrá más, pues, esos enfrentamientos homéricos entre gallinazos y mangaches que chisporroteaban en las chismografías y recuerdos de los piuranos provectos y que a nosotros, los niños y adolescentes que los escuchábamos, nos disparaban la fantasía y la emoción.
La Piura moderna se ha llenado de colegios, universidades, urbanizaciones, hoteles, edificios, vehículos. Pero le queda un solo cine, y la de mi prehistoria tenía tres. Cuatro, si añadimos al Variedades, el Municipal y el Piura, ese precario cine al aire libre que funcionaba en los arenales de Castilla, y al que los espectadores debíamos llevar nuestras sillas y una paciencia a prueba de balas, pues, como tenía un solo proyector, cada cierto tiempo la función se interrumpía para que el operador rebobinara y cambiara los rollos. Las películas, en lugar de hora y media, duraban tres.
Seis cabritas. En los días que acabo de pasar en Piura, pese a la afabilidad abrumadora de la gente, estuve a menudo sobresaltado, con la dolida sensación de que me habían robado mis recuerdos, desvanecido hitos cruciales de mi memoria. Esta ha sido más fiel a Piura que a ninguna otra ciudad donde he vivido. Sólo pasé dos años en ella - cuando tenía diez y dieciséis- y, sin embargo, esos dos breves períodos me han amueblado la cabeza de recuerdos imperecederos, de iniciativas formidables para escribir e inventar historias, algunas de las cuales me rondan todavía. La relación que uno entabla con una ciudad es tan espontánea y misteriosa como la que establece con las personas: de simpatía o antipatía, de interés o indiferencia, de amor u odio. La Piura de mi infancia se me metió en el cuerpo y en el alma hace más de medio siglo, y nunca ha salido de allí.Pero, en cambio, se salió de la realidad, pues ya no existe, sino como una pálida sombra que se va eclipsando y pronto se borrará del todo.
Y los rebaños de cabras ¿dónde están, dónde se fueron? Antes no sólo cruzaban y descruzaban el desierto y se aglomeraban alrededor de los algarrobos para disputarse las vainas que se desprendían de sus ramas. También se las veía con frecuencia en la ciudad, atravesando las calles, ruidosas y gregarias, con sus ojos despiertos y a paso de intranquilidad. Ahora no vi ni una, ni en la ciudad, ni en las barriadas, ni en los descampados de la periferia, ni en las afueras de Sullana, donde, en cambio, me di con dos enormes iguanas prehistóricas, abrazándose dichosas en el fuego de sol, y un par de lechuzas despectivas. Por fin, en las cercanías de Poechos, en una curva del polvoriento camino, asustadas, atolondradas, aparecieron media docena de cabritas en medio de la carretera, como extraviadas y desamparadas en un territorio que ya no es el de ellas, ni el mío, sobrevivientes de un mundo que definitivamente se nos fue.
(Diario El País, Madrid, domingo 22 de diciembre de 2002)
sábado, 9 de octubre de 2010
MI REENCUENTRO CON SAN MARCOS
Discurso de Mario Vargas Llosa, al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad nacional Mayor de San Marcos.-
Grato retorno y reencuentro en san Marcos
Agradezco al claustro académico de San Marcos la generosa distinción que me concede, en solemne ceremonia, en este Salón de Grados, remozado en toda su magnificencia original, donde me gradué de Bachiller en Letras, una mañana de 1958 de la que guardo una imagen muy viva.
Agradezco, asimismo, las palabras tanto de calor y simpatía, y la semblanza, llena de comprensión e indulgencia, que de mi obra y mi persona acaba de hacer el profesor Marco Martos. Él es no sólo un estricto poeta y un inteligente lector de literatura. Es, también, un piurano, y, como tal, debe haber sido sensible al cariño por las gentes y los paisajes de su tierra que emana de muchas de mis historias. Dos años, uno de niño y otro de joven, viví en Piura, experiencia inolvidable por muchas razones. Una de ellas, el padre de Marco Martos, precisamente, don Néstor Martos, periodista de fuste y crítico insobornable, del diario El Tiempo su columna se llamaba Voto en Contra", bohemio pertinaz y notable profesor de historia, cuyos alumnos del colegio San Miguel nunca olvidamos.
Esta ceremonia me regresa a las ilusiones de mi adolescencia, a mis exaltados diecisiete años, edad que tenía cuando entré a esta Universidad a seguir las carreras de Letras y Derecho, la primera por vocación y la segunda por resignadas razones alimenticias. Mi ingreso a San Marcos no fue casual, sino una manifestación de rebeldía, un desacato. Mi familia hubiera preferido que estudiara en la Universidad Católica, donde iban los jóvenes de "buena familia" (así se decía), donde se trenzaban relaciones provechosas para el futuro profesional, y donde los estudiantes estudiaban, en vez de hacer huelgas y política, actividades predilectas de los san marquinos, según un bulo de la época.
Corría el año de 1953 y, recordemos, en esa época, "hacer política" era una actividad subversiva en el Perú. La dictadura Manuel general Manuel Apolinario Odría la había prohibido, como algo delictuoso, además de poner fuera de la ley a los partidos, a todos con excepción del suyo. Una Ley de Seguridad interior de la República sancionaba a los infractores con penas severísimas. Una estricta censura tenía embozados a las radios y a los diarios, los que rivalizaban en la exaltación áulica del régimen. Con muchos opositores presos o exiliados (y algunos asesinados), la dictadura, en aquel año de 1953, creía haber impuesto a la sociedad peruana ese letargo cívico, esa apatía ciudadana, que son el ideal y el sustento del autoritarismo.
San Marcos era una de las excepciones díscolas a este estado de sonambulismo político. El año anterior, 1952, los estudiantes se habían enfrentado a Odría con una huelga que fue reprimida con violencia, y que, decían, causó la muerte del Rector Pedro Dulanto. A raíz de ella, hubo una nueva racha de detenciones y de exilios que castigó duramente a la Universidad. Los Patios de Letras y Derecho estaban llenos de policías disfrazados de estudiantes, enviados allí en funciones de espionaje y delación por Alejandro Esparza Zañartu, el Vladimiro Montesinos de entonces, aunque, añadiré, comparado con este desmesurado rufián, aquél, que nos parecía tan siniestro, era apenas un niño malcriado. Pero, pese a todas estas medidas para domesticar a San Marcos y ponerla al paso del régimen, la Universidad, aunque débilmente, se resisitía al avasallamiento, y, en la clandestinidad, hacía política. De este modo, salvaba la dignidad y el honor de una sociedad buena parte de la cual, por falta de convicciones democráticas, por oportunismo o cobardía, aceptaba como lo haría luego, durante la dictadura de Velasco y la de Fujimori indignamente, que una casta de felones la privara de la libertad.
Contrariamente a la mitología que circulaba al respecto, el grueso de sanmarquinos no hacía ni se interesaba en política, aunque, en ciertas circunstancias, se dejara arrastrar a asambleas y mítines que decidía una pequeña minoría. Pero esta minoría tenía la sensación, probablemente exacta, de que, aunque la mayoría se abstuviera del quehacer político, contaba de alguna manera con su aval, con su callada solidaridad. En comparación con lo que ocurriría después en la historia peruana, la radicalización ideológica de los sesenta y setenta, la lucha subversiva y las acciones terroristas de los años ochenta, nuestros empeños de los años cincuenta fueron bastante benignos, más simbólicos que eficaces. No iban más allá de imprimir volantes, publicar un periodiquito clandestino, formar círculos de estudios marxistas y, de manera directa e indirecta, a través de academias, centros federados o entidades culturales-, ganar adeptos para la revolución. Y discutir, discutir interminablemente, comunistas y apristas, apristas y trotskistas, comunistas y trotskistas, pues hasta discípulos de León Davidovich había en las catacumbas de San Marcos: eran no más de seis, su ideólogo era el astuto Anibal Quijano y hasta tenían un obrero. Cuando digo discutir, hablo de enérgicos intercambios de ideas y estrategias, pero, también a menudo, de consignas y exabruptos, y, a veces, ay- hasta de cabezazos y patadas.
Nosotros éramos menos que los apristas pero más que los trotskistas, aunque probablemente no muchos más, y, en todo caso, resultaba imposible saberlo con exactitud, debido a un sistema compartimentado de organización, diseñado contra la infiltración policial. Este sistema que, más tarde, leyendo a Joseph Conrad, me haría soñar retroactivamente haber participado de algún modo, en la adolescencia, de esas aventuras de conspiradores clandestinos que pueblan sus maravillosas historias, tenía también, como efecto psicológico, hacernos sentir los esforzados combatientes de un ejército en las sombras, preparando, como los héroes de las novelas de André Malraux, un mundo mejor.
El Grupo Cahuide era el último vestigio de un partido comunista segado por la represión, y, también, por la traición de un puñado de dirigentes que se vendieron a Odría. Yo no creo haber conocido a más de una quincena de miembros y mi militancia en sus filas no duró mucho, pero, sin embargo, aquella experiencia me marcó, me educó, me ilusionó y me defraudó de una manera tan profunda, que nunca se me ha olvidado. No la puedo rememorar sin emoción, pues muchas de las cosas que ahora creo, defiendo o aborrezco, tuvieron su semilla en aquella remota aventura juvenil. Recuerdo que éramos bastante sectarios, -el dogma marxista en esos años de ortodoxia estalinista era asfixiante- pero, eso sí, actuábamos con idealismo y desinterés, animados por un ardiente anhelo de poner fin, de una vez por todas, al atraso, la injusticia y el despotismo en el Perú. Por eso, dedicábamos a la revolución tanto o más tiempo que a las clases. Pero, para muchos de nosotros, la revolución, antes que una cuestión de bombas, de tomar por asalto, otra vez, muchas veces, el Palacio de Invierno, era de ideas, de libros, de ver y entender, a la luz de la doctrina que prestigió José Carlos Mariátegui y que parecía una llave mágica, un ábrete sésamo, para conocer las leyes de la historia y los secretos de la creación de la riqueza y la explotación social, la manera más eficaz de transformar la sociedad. Como esos libros prohibidos no se estudiaban en las aulas, y había que procurárselos secretamente, bajo mano, los estudiábamos en garajes, sótanos, altillos, y, a veces, hasta en parques públicos, en sesiones que duraban horas y de las que solíamos salir roncos de tanto discutir.
Aunque los años y la vida nos han ido aventando a todos por direcciones diferentes, y a la mayoría de estos compañeros, perdón, camaradas- no los he vuelto a ver, ellos figuran entre mis irreductibles recuerdos sanmarquinos, y los evoco con amistad. Héctor Béjar, mi primer instructor en el círculo de estudios, que era buenísima gente y tenía una aterciopelada voz de locutor; Podestá, Martínez, Antonio Muñoz y tantos otros. Pero, sobretodo, Lea Barba y Félix Arias Schreiber, con quienes, por un tiempo, conformamos un terceto irrompible. Nos tomaba media hora caminar desde San Marcos hasta la casa de Lea, en Petit Thouars; luego, una hora más hasta la de Félix, en la Avenida Arequipa, ya en Miraflores; y, a mí, solo, una última media hora hasta la calle Porta. Eran unas caminatas efusivas, dialécticas, entrañables, de intensos intercambios y ferviente amistad, la que por cierto no impedía la pugnacidad crítica y autocrítica. Todavía recuerdo mi desazón de aquella noche, en que Félix, luego de una violenta discusión sobre el realismo socialista, me lapidó de esta manera: "eres un subhombre".
Nunca me he arrepentido de aquella decisión juvenil de ingresar a San Marcos, atraído por esa aureola de institución laica, inconformista y crítica que la rodeaba, y que a mí me seducía tanto como la perspectiva de seguir los cursos de algunas célebres figuras que en ella profesaban. La obligación de una universidad no es, no puede ser sólo la de formar buenos profesionales, y, menos, en un país como el nuestro, con los problemas básicos de la civilización y la modernidad sin resolver. Es igualmente imprescindible que contribuya a formar buenos ciudadanos, hombres y mujeres sensibilizados respecto a la sociedad en que viven, alertas a sus carencias, retos, injusticias, a sus abismales disparidades, y concientes de su responsabilidad moral y cívica, de la necesidad de hacer algo, desde el ámbito vocacional y profesional de cada cual, para cambiar el destino sombrío que ha llevado al Perú, una y otra vez en la historia, a desaprovechar las oportunidades e incurrir en los mismos errores. Una universidad que evita la política es tan defectuosa como una universidad donde sólo se hace política. No era el caso de San Marcos cuando yo frecuenté sus aulas, entre 1953 y 1958. No todavía, en todo caso.
Conviene aquí, creo, hacer una breve reflexión sobre el tema de la democracia, palabra que sólo alcanza su pleno sentido cuando un pueblo se ve privado de ella y descubre, por contraste, lo importante que es, para que la vida sea vivible, que imperen la libertad y un sistema legal que protejan al ciudadano contra las arbitrariedades, atropellos y despojos de un poder sustentado en la fuerza militar.
El Perú acaba, una vez más, de hacer este aprendizaje a lo largo de ocho años (para no decir diez) de dictadura. La democracia retorna, en la alegría y la esperanza de millones de peruanos, muchos de los cuales ya olvidaron su entusiasmo y su complicidad con un régimen al que apoyaron creyendo ingenuamente como ocurrió cuando Odría y cuando Velasco- que un hombre fuerte, un caudillo rodeado de espadones, podía resolver, de manera más expeditiva, los grandes problemas del Perú. El campo de ruinas en que ha quedado convertido un país sobre el que se abatió, como una plaga de termitas, la rapiña delictiva del régimen extinto ¿nos servirá de escarmiento? A juzgar por las enseñanzas del pasado mediato, no nos confiemos demasiado.
Si no queremos que esto vuelva a ocurrir, y que, dentro de cinco o diez años, que es lo que suelen durar entre nosotros los períodos democráticos, se desplome la legalidad y vuelva otra mafia voraz a apoderarse del Perú, hay que darle sustancia y realidad, convicción e ideas, ímpetu y verdad, a esta quebradiza y confusa democracia que ahora renace, la democracia no resulta de un aparato de leyes y de la existencia nominal de unas instituciones civiles, sino, antes de eso y sobre eso, de una cultura compartida, de unos consensos profundamente enraizados en la mayoría de la sociedad, y del convencimiento mayoritario de que la mejor, la única manera civilizada de coexistir y luchar contra el atraso y la pobreza, es en el marco de convivencia pacífica, de legalidad y libertad que la democracia ofrece. Esa cultura no ha existido nunca en nuestro país, de manera continua, permanente, nunca se hizo carne de nuestra carne, ni se tradujo en nuestra manera natural de pensar y de actuar. Sólo ha surgido de manera esporádica, en períodos como el presente, en razón del asco y la indignación que genera un régimen particularmente corrupto y prepotente. Pero, este vasto consenso a favor de la libertad siempre fue fugaz entre nosotros; a corto y mediano plazo terminó por eclipsarse debido a la frustración con los gobiernos democráticos, que no satisfacían los anhelos puestos en ellos, o por la demagogia y la irresponsabilidad de quienes, en su avidez por llegar al poder, no vacilaban en socavar el sistema democrático con tal de destruir a sus adversarios.
Para que la cultura democrática cale por fin en la médula de la sociedad peruana y no volvamos a pasar por la iniquidad y la vergüenza de un Odría, de un Velasco, de un Fujimori y un Montesinos, es fundamental que nuestras universidades, empezando naturalmente por la cuatricentenaria San Marcos, formen, a la par que profesionales e investigadores, ciudadanos convictos y confesos, conscientes de sus deberes cívicos, intratables en la defensa de la libertad y de la coexistencia pacífica, resueltos enemigos de toda forma de vasallaje e intolerancia.
Es bueno que el pensamiento de los jóvenes sea radical, como quería Ortega y Gasset, que ponga en cuestión todas las verdades establecidas y los valores consagrados y se empeñe en comprobar si aquellas verdades lo son de verdad, y si estos valores merecen serlo, y que vayan hasta las raíces de todas las doctrinas y corrientes intelectuales en pos de un conocimiento más genuino y más actual. Nada más triste y decadente que una universidad de profesores y estudiantes conformistas. Pero el espíritu crítico, las actitudes inconformistas, el talante cuestionador y rebelde sólo son fecundos dentro de amplísimo marco para la controversia y la variedad de opciones que permite la democracia, la cultura de la libertad. Fuera de ella, la rebeldía corre el riesgo de volverse inquisición, dogma, violencia y terror. Una sociedad democrática puede ser y es, de hecho, siempre, cambiada y renovada desde adentro, para mejor y a veces para peor, pero sin odio y sin crímenes, con votos y argumentos, con diálogo y debates, con ideas y personas, sin bombas, sin asesinatos, sin secuestros, sin el estallido de brutalidad y salvajismo que terminan siempre por desencadenar las doctrinas totalitarias que se creen dueñas de una única verdad histórica y con derecho, por lo tanto, a abolir todas las otras e imponer la suya a sangre y fuego.
En las heroicas jornadas de estos últimos meses, los sanmarquinos, junto con los universitarios de todos los centros académicos, salieron a las calles a combatir a un régimen dictatorial y su lucha pacífica desplomó a la dictadura y nos permitió a los peruanos empezar otra vez nuestra vida cívica, por el buen camino. Gracias a ello hemos tenido, por primera vez en once años, unas elecciones libres y las volveremos a tener dentro de unas semanas, para elegir al próximo gobierno. Cualquiera que éste sea, será incapaz de resolver, con la prisa que quisiéramos, los enormes problemas, las tremendas expectativas puestas en él. El país está deshecho, en sus instituciones, en su economía, en su moral. Lo importante es empezar cuanto antes la gigantesca tarea, con la participación de todos, y preservando este ámbito de libertad, de civilidad, que ha costado tanto sacrificio restablecer. Mientras lo conservemos, impidiendo que lo vuelvan a prostituir los tanques de los golpistas, o los atentados de los fanáticos, o lo disuelva la cáustica corrupción, habrá esperanza. Si todas las muchachas y muchachos que egresan de San Marcos y demás universidades del país tuvieran esta convicción hincada en su espíritu, comenzaría a ser otra, mas generosa y más justa, más moderna y optimista, la historia del Perú.
Además de tomar las primeras lecciones de civismo y militancia, en la nerviosa clandestinidad, con mis amigos de Cahuide, y de participar en innumerables mítines-relámpago contra Odría en el Parque Universitario, La Colmena y la Plaza San Martín, que venían a romper los manguerazos de agua pútrída del aparatoso Rochabús, en mis años de sanmarquino leí y estudié mucho, y puedo asegurar que, a la sombra de estos portales y palmeras del Patio de Letras se forjó mi vocación de escritor. Cuando_ entré a San Marcos, era un muchacho que amaba la literatura, lleno de incertidumbre sobre mi porvenir. Cuando salí, aquel adolescente confuso se había convertido en un joven convencido de que su destino era escribir y resuelto a hacer lo posible y lo imposible para lograrlo. La literatura estaba en el aire de la Facultad de Letras, no sólo en las clases y en la polvorienta biblioteca. Se la vivía también a plena luz, cada mediodía, cuando acudían los poetas, los narradores, los dramaturgos, reales o en ciernes, de ésta o de otras universidades o de ninguna, o de la universidad de la bohemia que era el café Palermo, a la vuelta da esquina. Pues, el Patio de Letras de San Marcos funcionaba como cuartel general de la literatura peruana.
Allí, escuchando a esos adelantados, el joven primerizo aprendía sobre autores indispensables, libros claves y técnicas de vanguardia, tanto o más que en las clases.Allí oí yo a Carlos Zavaleta mencionar por primera vez a William Faulkner, que sería desde entonces uno de mis autores de cabecera. Y allí descubrí a Joyce, a Camus, a John Dos Passos, a Rulfo, a Vallejo, a Tirant lo Blanc. Allí oí hablar por primera vez de los cuentos de julio Ramón Ribeyro, que ya vivía en Europa, y conocí a Eleodoro Vargas Vicuña, el autor de los delicados relatos de Nabuín; y al impetuoso e impredecible Enrique Congrains Martín, un ventarrón con pantalones que fue, antes de narrador, inventor de sapolios para lavar ollas, y luego, de muebles de tres patas, y que editaba y vendía sus libros, de casa en casa y de oficina en oficina, en contacto personal con sus lectores, como un autor medieval de pliegos de cordel. Y allí pasamos muchas horas discutiendo sobre Sartre, Jorge Luis Borges, Los tíempos modernos parisinos y la revista Sur de Buenos Aires, con Luis Loayza y Abelardo Oquendo que, aunque de la Católica, venían también con frecuencia a las tertulias peripatéticas del Patio de Letras. Allí me pusieron mis amigos el apodo de apodo "sartrecillo valiente" que me llenaba de felicidad. En verdad, los narradores estaban en minoría, pues proliferaban sobre todo los poetas: Washington Delgado, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Alejandro Romualdo, y algunos que, sin dejar de escribir poesía, eran ya críticos y profesores, como Alberto Escobar. El teatro no estaba tan bien representado, aunque algunas mañanas hacía sus rápidas apariciones por el Patio de Letras, con una galante rosa roja en la mano para homenajear a una estudiante de la que estaba prendado, el afilado perfil de Sebastián Salazar Bondy, hombre de teatro, de poesía, de relatos, crítico, divulgador y promotor de cultura, que sería, años después, íntimo amigo. No estoy seguro, pero sospecho que en ese caleidoscopio de la literatura local que era el Patio de Letras de San Marcos se armaban los demorados números de Letras Peruanas, la revista que dirigía Jorge Puccinelli y que fije como la tribuna de aquella generación de escritores.
Enseñar en San Marcos era entonces muy prestigioso desde el punto de vista social y hasta mundano y casi todas sus facultades contaban con las figuras más destacadas de cada disciplina y profesión. Abogados, médicos, economistas, farmacéuticos, dentistas, químicos, físicos, psicólogos y, por supuesto, los humanistas de todas las especialidades, tenían como punto de honor como suprema distinción de su carrera enseñar en San Marcos. Y por eso, aunque los sueldos fueran escuálidos y las condiciones de trabajo sacrificadas, la Universidad podía jactarse de ofrecer, a los estudiantes que supieran aprovecharla, la más enjundiosa preparación intelectual.
Esto no sólo era evidente en las dos Facultades donde tuve la suerte de estudiar. Hablo de una Universidad donde todavía enseñaban Raúl Porras Barrenechea, José León Barandiarán, Jorge Basadre, Mariano Iberico, Luis Alberto Sánchez, (a su vuelta del exilio en 1956), José María Arguedas, Luis E. Valcárcel, Honorio Delgado, Oswaldo Hurtado, Carlos Cueto Fernandini, Leopoldo E. Chiappo, y muchos otros de equivalente talla intelectual.
La mejor Universidad del Perú, académicamente hablando, era entonces la más popular. Pues, en sus facultades abiertas a todos los sectores y estratos sociales, convivían muchachas y muchachos a los que las diferencias de fortuna y condición difícilmente hubieran permitido acercarse y conocerse fuera del recinto integrador de la Universidad. Luego, la explosión demográfica estudiantil, las crisis económicas y políticas (algunas de las cuales estuvieron literalmente a punto de desintegrar a la más antigua Universidad de América) y la multiplicación de unos centros de enseñanza superior, han ido desapareciendo esta composición única, multiclasista y multisectorial, que todavía tenía San Marcos cuando yo fui sanmarquino. Hoy, el panorama universitario se ha descentralizado de manera notable, lo que es magnífico; pero, no lo es, sin duda, que en la actualidad este panorama reproduzca, casi al milímetro, los grandes abismos de ingreso y de cultura que separan a los peruanos. Y que en algunos de esos centros académicos especializados, precisamente los de más alto nivel técnico y profesional, los estudiantes vivan a menudo en una campana neumática, sin enterarse casi de los grandes conflictos y traumas del Perú, ni codearse con quienes más los padecen.
En los años cincuenta, San Marcos era aún, en formato reducido, una réplica bastante aproximada de la sociedad peruana y este solo hecho resultaba, de por sí, pedagógico. Los problemas del Perú repercutían en sus aulas, reverberaban en sus patios, contaminaban sus laboratorios y seminarios, a través de la procedencia versátil de los estudiantes, e impregnaban íntimamente los estudios, las relaciones personales y la marcha de la institución. Fuera cual fuera la especialidad elegida, los sanmarquinos recibían, en sus años universitarios, un curso acelerado y frontal sobre la problemática peruana.
Quisiera, en esta evocación nostálgica de mis años sanmarquinos, recordar a algunos profesores, con agradecimiento. A Augusto Tamayo Vargas, que me dio las primeras clases de literatura peruana que recibí nunca, y que me hizo, en el tercer año, su asistente, de modo que, una vez por semana, debí dictar (lleno de aprensión) la clase. De esa precoz experiencia como profesor de literatura luzco algo de qué enorgullecerme: haber tenido como alumno a Alfredo Bryce. A José Montuello, que vino del Brasil, y, en un seminario estimulante, nos hizo leer al extraordinario Machado de Assis. A Jorge Puccinelli, a Luis Jaime Cisneros, a Alberto Tauro, a Manuel Beltroy, a Luis Felipe Alarco, a José jiménez Borja, a Estuardo Nuñez, y a Luis Alberto Sánchez, cuyo contagioso entusiasmo por Rubén Darío me hizo descubrir al padre y maestro mágico del modernismo, sobre el que, a consecuencia de aquellas estupendas clases, escribiría luego mi tesis de grado. La lista sería larga. Que baste este botón de muestra.
Pero debo hacer un recuerdo especial de Raúl Porras Barrenechea, con el que, además de ser su alumno en San Marcos, tuve el privilegio de trabajar, en Miraflores, en su casita de la calle Colina, invadida de libros y quijotes, de lunes a viernes, todas las tardes, acerca de cinco años. En España, en Francia, en muchos lugares de la tierra me ha tocado escuchar a sabios expositores, a eminentes maestros. Por ejemplo, a Marcel Bataillon, reconstruyendo, en el Colegio de Francia, los días finales del, Tahuantinsuyo como si hubiera estado allí, ante un auditorio de franceses extasiados con la elegancia de su exposición; o a Dámaso Alonso, en la Complutense de Madrid que, no cuando explicaba filología, sino cuando desmenuzaba un poema de Quevedo, de San Juan de la Cruz o de Góngora, se tornaba un delicado relojero de la lengua, un verdadero rabdomante en la indagación de aquella humedad íntima del ser donde, según él, nace la poesía. Pero ni ellos, ni ningún otro, fulguran en mi memoria como mi querido maestro sanmarquino, de manos pequeñas, ojos azules y barriguita prominente, que, cuando subía a su pupitre, armado con su panoplia de fichas atiborradas de letras microscópicas, como patitas de araña, y comenzaba a hablar, se convertía en un gigante, en un convocador a cuyo llamado acudían, prestos, luminosos, diáfanos, deslumbrantes, los grandes y los menudos hechos del pasado peruano. Porras no era un orador, si orador quiere decir regurgitar banalidades, estereotipos y lugares comunes con voz arrulladora y ademanes de domador de circo. Era un sutil, incisivo expositor, cuyo dominio del idioma daba a su exposición una fluidez de río sereno y poderoso, una gran precisión y sutileza enriquecida por la gracia. Lo que él decía en sus clases estaba dicho con desenvoltura, ironía, color; pero, además, se apoyaba en una investigación rigurosa y personal de cada tema, de modo que, escuchándolo, sus alumnos teníamos, junto al deslumbramiento por la riqueza de la aventura histórica, por la excepcionalidad de la materia que explicaba, la certeza de que aquello no era repetición, enseñanza ya sabida, sino historia gestándose ante nuestros ojos y oídos, en el salón de clases. Era imposible, después de charlas tan incitadoras, no correr a la biblioteca a tratar de averiguar más cosas sobre la historia del Perú.
Me he dejado llevar por la emoción, en este repaso cargado de añoranza de mis años sanmarquinos, pero les aseguro a ustedes que no soy nada pasadista ni retrógrado. Me siento a años luz de esas estatuas de sal convencidas de que "todo tiempo pasado fue mejor". Eso, en todas partes, pero, sobre todo, en el Perú, es inaceptable. En nuestro país, donde, aun en los períodos de mayor esplendor histórico, prevaleció siempre la injusticia, el privilegio de unos pocos y la pobreza y la explotación de los más, lo mejor no puede ser el pasado, sino lo que vendrá, un futuro que debemos construir aprovechando todas las oportunidades que tenemos a la mano, que son muchas. Una de ellas, es, precisamente, el ser hijos de un "país antiguo", como decía José María Arguedas, un país que, a lo largo de su milenaria historia, alcanzó muchas veces la grandeza y la fuerza, aunque nunca, por desdicha, la justicia y la libertad, inseparables de esa flor todavía exótica en nuestro suelo: la cultura democrática. Esta Universidad es uno de los emblemas más excelsos de esos períodos de auge de nuestra historia. Es la primera que la corona española fundó en América con la intención de que fuera un foco espiritual que irradiara sobre todo el continente, un centro neurálgico de recepción, creación y transmisión de la cultura, un semillero de ideas y valores, una formadora de eminencias. Eso ha sido San Marcos en los mejores momentos de su prolongada historia, y cada vez que resucitaba de esas crisis que parecían a punto de extinguirla, y deberá volver a serio, en el futuro, cuando, como en un cuento de Borges, el Perú se encuentre, por fin, con su escurridizo destino.
En esta solemne ocasión, con mi agradecimiento a mi Alma Mater, quiero hacer un voto de confianza en el futuro de San Marcos, como institución científica y académica, y como forja y fuelle del compromiso con la cultura de la libertad de las nuevas generaciones del Perú. (17 de Abril del 2001)
HONORIS CAUSA A UN SANMARQUINO UNIVERSAL
Discurso del Dr. Marco Martos Carrera, Presidente de la Academia Peruana de la Lengua y Decano de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.- (Mayo 2001)
Estricta justicia a su obra literaria
La Universidad Nacional Mayor de San Marcos hace hoy un alto en sus labores habituales para incorporar como Doctor Honoris Causa a Mario Vargas Llosa, uno de sus más conspicuos ex alumnos, y al hacerlo cumple un acto de estricta justicia poética que honra tanto al ilustre escritor como al propio claustro.
Desde el momento mismo que el Perú existe como país o como posibilidad, ha ofrecido al mundo destacadas individualidades que nos representan bien en los distintos campos de las ciencias y las letras. No es azar que los más notables entre ellos estén vinculados a San Marcos. Nombres como los de Alcides Carrión en medicina, julio C. Tello en arqueología, o Raúl Porras en historia, han saltado los estrechos círculos de los especialistas y se han convertido en patrimonio común para todos los peruanos. Así ocurre con Mario Vargas Llosa.
Dentro de las distintas actividades del ser humano, la literatura es un territorio particularmente privilegiado. Como cualquier otra actividad, exige, a quienes se entregan a ella, disciplina y talento. Conocer los secretos de su elaboración cabal, despiadada y avasalladora, seduce a quienes se aficionan de verdad a su creación, los hace, al mismo tiempo, más libres como ciudadanos y más dependientes como orífices de una tarea ímproba que no termina sino cuando fina la propia vida. Esos códigos de elaboración de la materia literaria son milenarios y están en constante reelaboración. Las técnicas que utiliza un dramaturgo para escribir una pieza hoy día, se parecen y se diferencian de las que utilizó Sófocles cuando pergeñó el Edipo rey hace dos mil quinientos años. Pero si la literatura exige mucho a quienes la cultivan, se abre con alguna facilidad a una gran proporción de la humanidad porque se conecta de modo claro con la vida de todos los hombres, con sus necesidades básicas principalmente, con sus sueños.
En el Perú tenemos un manojo de escritores que han expresado en su literatura las porciones de la realidad vivida o imaginada que mejor conocían y que haciéndolo tocaban no solamente las fibras más íntimas del ser de los peruanos, sino que, al mismo tiempo, expresaban realidades y sueños de los hombres de cualquier latitud. Cuando decimos Inca Garcilaso de la Vega, Picardo Palma, Manuel González Prada, César Vallejo, José María Arguedas, estamos simultáneamente señalando la región y el país que los vieron nacer y los formaron, rendimos homenaje también a la lengua castellana, esa otra patria en la que nos reconocemos, y también a esa capacidad hermosa de llegar a todos los rincones de la tierra a través de la palabra escrita. Esas mismas calidades, hoy, San Marcos, en este claustro pleno, se las reconoce a Mario Vargas Llosa. Verdad es que el mundo entero lo ha hecho ya desde hace décadas, pero tiene un sentido simbólico que la casa de estudios donde se formó, que infelizmente muchas veces ha sido una federación de facultades, se junte en un solo haz como anunciando un tiempo nuevo, y exprese en forma unánime este sentimiento compartido por profesores, alumnos y trabajadores.
La formación de los escritores que consiguen con el paso del tiempo características excepcionales que los hacen no solamente los mejores portadores del aire de su tiempo, sino que ingresan al canon literario convertidos en clásicos, siempre provoca curiosidad y controversia, como si la dilucidación de esos detalles biográfico-literarios, pudiera ofrecernos claves para comprender el origen de una vocación arraigada. Quienes nos consideramos fanáticos de la literatura sabemos bien que no es así, que ni siquiera un estudioso de la mente como Sigmund Freud, que tanta importancia dio a los años de la infancia en la vida de los individuos, pudo llegar a conclusiones válidas sobre el origen del talento científico o artístico. Una conclusión modesta es que hay personas que consiguen mejores logros y que sus biografías no se diferencian mucho de las biografías de otros. De todas maneras, los padres, la familia nuclear, la familia extensiva, el país, la lengua, dejan marcas nítidas en el trabajo de quienes son excepcionales. Ellos saben, de un modo intuitivo, y no siempre saben explicarlo, cómo amalgamar sus circunstancias personales para llevar una vida que les permite ofrecer productos notables en la ciencia o en el arte. Mario Vargas Llosa, en esa especie de autobiografía que es El pez en el agua (1993) ha señalado no solamente las complejas relaciones con su propio padre, sino también la importancia que tuvieron en su formación numerosas figuras paternas, sus profesores, desde Carlos Robles Rázuri, el profesor de lengua y literatura del colegio San Miguel de Piura, pequeño, magro, atildado, castizo, testigo directo de la producción de la primera obra literaria pública del que luego sería afamado novelista, la obra dramática La huida del inca que se estrenó en el teatro Municipal de Piura, hasta sus profesores universitarios, Raúl Porras Barrenechea, Luis Alberto Sánchez, Jorge Puccinelli y Augusto Tamayo Vargas, vinculados de modo entrañable a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En la soledad de las bibliotecas, William Faulkner, y lejos, gracias a una beca fugaz, en el primer viaje a Francia, la búsqueda de Jean Paul Sartre, el célebre autor de La náusea, el modelo literario de Vargas Llosa en esos años, y el encuentro con Albert Camus, en la puerta de un teatro. Es difícil transmitir a otros, lo que siente un escritor en cierne cuando conoce a un monstruo de la literatura como el escritor argelino de madre española, con el que Vargas Llosa pudo conversar fluidamente. Es lo mismo que hoy puede experimentar un joven que comienza, hablando con Vargas Llosa en una noche como ésta. Y refiriéndose a presencias raigales, puede decirse que en toda la literatura de Vargas Llosa, junto a una originalidad que nadie discute y que muchos alaban, conviven como sombras benéficas, Sartre y Camus, amigos y antagonistas en la literatura, la política y la vida. En esos años de formación, los amigos más cercanos, Luis Loayza, Abelardo Oquendo, Félix Arias Schereiber, Javier Silva Ruete, cumplieron el papel fraterno y entrañable de quienes emprenden juntos aventuras literarias como la redacción de la revista Literatura en 1958, Loayza y Oquendo, o la militancia política, Arias Scherciber, o una complicidad diaria forjada en el colegio San Miguel de Piura, Silva Ruete.
Qué le dio San Marcos a Vargas Llosa? Nadie mejor que él mismo para señalarlo. Podemos, sí, precisar en general lo que ofrece a quienes se acercan a sus claustros. Desde su fundación la universidad fue el lugar intelectual por excelencia del país. Vinculada inicialmente a la teología fue el escenario de inacabables discusiones y disputas entre los miembros de las diferentes órdenes religiosas ansiosas de graduar a los suyos y de dificultar a los adversarios ese mismo derecho. Pero poco a poco fue mostrando el perfil que hasta hoy la caracteriza: un lugar de encuentro de todos los sectores sociales, un espacio de libertad que estimula los logros individuales. De manera particular, durante el siglo XX, San Marcos ha sido un bastión de rebeldía contra toda forma de imposición, un lugar de debates científicos y políticos, un espacio propicio para las amistades definitivas. Quienes conocen y han vivido dentro de otras instituciones universitarias del Perú y un día llegan a San Marcos, experimentan asombro. Es el humus de la libertad que circula por los claustros, la posibilidad real de alternar que tienen personas de distintas generaciones, lo que encandila y seduce, la seguridad que se adquiere pronto, de que la universidad será un ambiente propicio para nuestros proyectos personales; más tarde nos damos cuenta de que realizando nuestros sueños, tenemos la opción plena de devolver algo a la institución que nos ha formado. Para hablar sólo de escritores, durante el siglo XX han sido sanmarquinos Abraham Valdelomar, César Vallejo, quien estudió medicina y letras, Martín Adán, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Wáshington Delgado, Leopoldo Chariarse, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza.
Para Mario Vargas Llosa, el correlato literario de sus años efervescentes de estudiante de la Universidad de San Marcos, es la novela Conversación en la Catedral de 1969, calificada por la crítica como la más ambiciosa y la más compleja de las obras de su autor, su más perfecta "novela total" donde pululan más de un centenar de personajes, ciento veinte exactamente, según el recuento de Rosa Boldori, que es un gigantesco fresco que abarca la época de la dictadura del general Manuel Odría desde 1948 hasta 1956. Balzac había dicho, y Vargas Llosa le toma la palabra, que la novela es la historia privada de las naciones. La historia sus obligaciones (sesiones de firma, entrevistas televisadas) y sus recompensas (los premios). Dice también Lefort que con la pluma en la mano Vargas Llosa se transforma en una soberbia máquina narrativa que obedece a dos principios: el realismo de la ficción y el sacrificio de cualquier otro criterio que no sea el de la solidez del hilo narrativo, el mismo que atraviesa las situaciones más diversas y los puntos de vista más opuestos. Lo real es el terreno y el humus en el que se describe la historia contada y el relato se desarrolla por lo general, mediante un impresionante virtuosismo en el dibujo de los episodios como en El hablador de 1986, en el trenzamiento de las intrigas como en Lituma en los Andes de 1993, e incluso en el contrapunto gramatical como ocurre en Los cachorros de 1967.
Pareciéndonos verdaderas, las opiniones de Lefort necesitan matizarse y comentarse. El empleo regular del tiempo en largas sesiones de escritura ha sido siempre una característica de los escritores más destacados, desde Ovidio y Dante, hasta Balzac y Proust, Tolstoi y Dostoievski.
Las obligaciones concomitantes que exige la industria editorial contemporánea, son asumidas de distinta manera por los escritores. Por su conducta parece ser que Vargas Llosa las asume con menos incomodidades que otros colegas suyos. En todo caso, la disciplina con que emprende su tarea, puede que desde fuera se semeje al trabajo de una máquina, pero la afirmación hay que tomarla como un grano de sal porque felizmente todavía no hemos llegado a la situación en que las maquinas produzcan excelentes relatos. La afirmación desconoce, por otro lado, la pasión, el sufrimiento, la incertidumbre, el combate, que significa diariamente, la página en blanco para el escritor de raza. No, definitivamente no. Vargas Llosa no es una máquina de escribir novelas. Desde el punto de vista formal, pareciera que estuvo interesado desde muy joven en la vocación del escritor y ésa es una de las claves de su desarrollo literario posterior. Elegir la inclinación literaria de Rubén Darío como tema de tesis de bachiller en nuestra universidad es un primer indicio de adonde apuntaba. A fines del siglo XIX Rubén Darío se convirtió en el escritor más visible de la renovación literaria en América Latina. Innovador, principalmente en poesía, fue también dueño de una prosa bien labrada, como puede verificarse leyendo sus cuentos en el libro Azul o su texto de retratos literarios Los raros Darío fue en su época un escritos que aspiraba a la totalidad, como César Vallejo, década más tarde.
Vallejo, un poeta que es orgullo de la lengua castellana, fue cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista. De parecida manera Mario Vargas Llosa, novelista destacadísimo, ha cultivado casi todos los géneros, parcelas técnicas que los críticos y metodólogos ofrecen a los escritores para mejor clasificarlos. Empezó, como es sabido, como dramaturgo, con la pieza muchas veces citada y nunca leída. La huida del inca y se ha mantenido fiel a ese modo directo de comunicación con el público a través de obras como La señorita de Tacna de 1981 o Kaibie y el hipopótamo de 1984 o La Chunga de 1986. Recientemente Luis Peirano ha dicho que Mario Vargas Llosa es un, joven autor de teatro, joven y experimentado podríamos añadir quienes amamos las tablas y apreciamos sus logros escénicos. La cercanía de Mario Vargas Llosa con la poesía también es demostrable y puede documentarse tempranamente, pues para la revista Literatura, tradujo con Luis Loayza dos poemas de Robert Desnos y escribió un artículo sobre César Moro. Más tarde, en 1966, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas, hizo referencias muy precisas a Carlos Oquendo de Amat, el límpido poeta puneño, y en 1989 publicó una traducción de Un coeur sous une soutane, Un corazón debajo de una sotana de Arthur Rimbaud. A través de citas en sus libros, o de artículos y ensayos, Mario Vargas Llosa ha señalado su aprecio especial por la poesía de Carlos Germán Belli. ¿En esta enumeración se agotan las relaciones de Vargas Llosa con la poesía? De ningún modo. Es cierto que no es un poeta en el sentido más estricto y canónico, pero ha logrado en la prosa efectos que no pueden sino llamarse poéticos y que están alejados de esa edulcorada prosa poética que resulta poco menos que detestable para el gusto contemporáneo. La economía del lenguaje, por ejemplo, es una virtud que atribuimos a la poesía, la rapidez y la transparencia de la dicción, la facilidad para describir con trazos rápidos situaciones para pasar a otras igualmente interesantes es característica de la vieja épica que hereda la mejor novela. Basta recordar el caso de Alonso de Ercilla en La araucana. La prosa de Vargas Llosa es dinámica, como un sostenido poema. Según Lefort, el dinamismo de la narración induce a la imagen de la doble espiral de la molécula de ADN, otorgándole así, la representación genética que le conviene. Si las fantasías de] escritor --continúa- corresponden a zonas ocultas de su personalidad, resulta claro que la aplicación de recursos estéticos que gobiernan su creación novelística proviene de una clara conciencia y de un brillante ingenio según un arte de esencia plástica.
Lo mejor que puede decirse de los ensayos de Mario Vargas Llosa es que se leen como novelas. Los profesores de literatura de San Marcos y los de cualquier universidad del mundo, se lo agradecemos. Pocos estudiosos hay que tengan una prosa tan cautivante, fluida y amena. De modo particular, conviene señalar el fulgor de La orgía perpetua, el libro que sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary escribi6 en 1975 o el conjunto de ensayos La verdad de las mentiras de 1990 o Las cartas a un novelista de 1997.
Otra rama de la comunicación despertó un temprano interés en Mario Vargas Llosa. Como no cabía de otro modo, convirtió el periodismo en literatura. La relación de los escritores con el periodismo es azarosa. Hay algunos que le temen como a la peste, hay otros que lo frecuentan a escondidas, casi con vergüenza, y por fin, los hay quienes consideran que el periodismo es una escuela a la que hay que acudir un tiempo para luego abandonar. Este último caso es el de Hemingway. Vargas Llosa pertenece a un cuarto grupo, al de los periodistas de raza como Abrabam Valdelomar a principios del siglo XX, como Federico More, como Sebastiàn Salazar Bondy o como Carlos Ney Barrionuevo. Grupo privilegiado que da dignidad a la prosa rápida, que no encuentra razones para escribir cuartillas desmañadas. Esta relación de vasos comunicantes entre literatura y periodismo, tiene además, en la escritura de Vargas Llosa, otro componente, otra presencia, la del cine. Ese vértigo prodigioso de sus diálogos, llenos de contra-puntos, que apreciamos en casi todas sus novelas y que vuelve a aparecer de un modo nítido en La fiesta del chívo, la última de las novelas publicadas, tiene mucho de la novela verdad que cultivó Truman Capote. En esa elección, Vargas Llosa va con los tiempos.
La prosa periodística de Vargas Llosa, desde sus años juveniles, cuando era colaborador del diario "La industria" de Piura, hasta hoy día que figura como columnista de numerosos periódicos en muchas capitales del mundo, ha ido evolucionando, adquiriendo más consistencia y densidad. La gama de sus intereses se ha ido haciendo más variada, pero así mismo tiene constancias, que junto con las virtudes de la escritura que le son características, le confieren un permanente interés que continúa "contra viento y marea", título de una colección de sus artículos periodísticos. Y esas constancias son éticas y cívicas que pueden resumirse en una frase: la búsqueda del bien común de la sociedad contemporánea. Como Goethe, como Terencio, para Vargas Llosa, nada de lo humano le es ajeno.
Dwigth McDonald, hacia 1930, hizo la distinción, hoy clásica, entre cultura de vanguardia o alta cultura, cultura media y cultura de masas. En pocas palabras, la primera tiene su origen en el renacimiento y es la que produce las innovaciones artísticas y proyecta una sombra sobre el arte posterior, lo influye y lo vivifica. La cultura media constituye una parodia, una falsificación; tiene, en el caso de la literatura, un lenguaje intencionalmente artificioso tendente al lirismo, una intención demasiado explícita de presentar personajes "universales", pero de una universalidad alegórica y manierista. La cultura de masas difunde productos de nivel ínfimo y de nulo valor estético. Umberto Eco, según la entrelínea de lo que escribe en su libro Apocalípticos e integrados, considera hasta cierto punto más dañino para el consumidor de productos culturales a la cultura media. La cultura de masas, en la que estamos inmersos, paradójicamente permite la difusión de algunos productos de primera calidad, que pertenecen a la cultura alta, a la vanguardia. Y eso es lo que ocurre con las columnas periodísticas de Mario Vargas Llosa.
Esa alta cultura que nace con el Renacimiento y que llega hasta nosotros, genera en cada época y en cada circunstancia a un tipo especial de artista que no solamente consagra toda su vida a convertirse en un virtuoso de su arte, sino que participa activamente de la vida de su comunidad. Si el ideal renacentista era el cortesano tal como lo pintó Baltazar de Castiglione, el individuo que ora tomaba la pluma, ora tomaba la espadaora dondoneaba la vihuela, ora conversaba con las damas, el ideal contemporáneo es el de un artista que no descuida sus deberes cívicos de ciudadano.
Los méritos literarios de Mario Vargas Llosa que con trazo rápido se han señalado en esta exposición, serían razón suficiente para concederle el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero queda todavía señalar otro merecimiento tan valioso como los anteriores: el coraje cívico, la capacidad de ver claro en estos años sombríos para la sociedad peruana, el deber autoimpuesto de difundir a través de columnas periodísticas, de declaraciones y conferencias, la naturaleza perversa y nefasta de un régimen político basado en conductas reprobables sistemáticamente organizadas. Y lo más importante es que no se trata de una actitud coyuntural, en favor de una bandería determinada, sino de una constante ética que tiene que ver con la educación familiar, la formación universitaria y las opciones de vida tomadas desde la juventud. Mario Vargas Llosa es uno de los oficiantes de la catarsis profunda que empieza a vivir el Perú. Se lo agradecemos de todo corazón.
Este es el momento justo para reconocerlo desde nuestra casa de estudios. San Marcos ha sido y es, incluso en sus momentos más complejos, un nido de inquietudes, una plaza de victorias, como escribió el poeta Juan Gonzalo Rose. Y así como el país entero vive una expectativa democrática, San Marcos más que una historia de la que nos enorgullecemos leyendo las páginas de Luis Antonio Eguiguren o las que ahora pergeña Miguel Maticorena, más que por la calidad de sus alumnos y profesores, imposible de negar, incluso por los profesionales de la diatriba, mas que un presente que necesitáramos conservar, es una víspera, una flecha lanzada al porvenir de miles y miles de esperanzas. Somos esa flecha, como Moisés con los suyos en el desierto, buscamos la tierra prometida, encontramos satisfacción en esa lucha, en ese combate, viajamos como Ulises, nos intemamos en lo desconocido.
Queremos, sí, que nuestro futuro sea construido en democracia, que nadie silencie la voz de los estudiantes, pero que nadie silencie tampoco la voz de los profesores y trabajadores, que la indispensable búsqueda de consensos para ir fijando en cada caso el bien común, no dificulte el funcionamiento diario de la universidad; que el claustro sea un lugar de confrontación de ideas, de exposición de programas, de investigación en todas las disciplinas que cultiva la institución, que San Marcos refuerce su condición de vanguardia intelectual del país. Para que todo esto ocurra, necesitamos de muchos esfuerzos, empezando por los que pongamos profesores, estudiantes y trabajadores, pero necesitamos también de la comprensión del conjunto de la sociedad y de los organismos del Estado que tienen que variar radicalmente su política frente a la universidad pública. No queremos un país exclusivamente exportador de materias primas. ¿Dónde si no en la universidad puede hacerse investigación básica? ¿Qué universidad aparte de San Marcos puede abarcar investigaciones en tantas ramas, tales como Medicina, Física, Química, Veterinaria?
Dr. Mario Vargas Llosa, los profesores, alumnos y trabajadores de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en especial los de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, sentimos íntimo regocijo en este día en que usted ha aceptado recibir esta distinción de la Universidad, nos sentimos reconfortados con su presencia, anhelamos que en otras ocasiones en las que se encuentre en Lima, venga a nuestro auditorio y a nuestros salones de clase para dirigir su palabra amigable a nuestros estudiantes y profesores.
Hablando de dos ilustres escritores, Franz Kafka y Samuel Beckett, Harold Bloom señalaba que son portadores de algo indestructible, algo que permite seguir adelante, cuando ya no se puede seguir adelante. Eso indestructible, agregamos, que los lectores de Beckett o de Kalka saben descubrir en la densidad o en la ligereza aparente de sus escritos, reside también en todos los seres humanos, como una esperanza o una búsqueda. De la misma manera, la voluntad de durar, de ser mejores, es trasladada por los hombres a sus instituciones. Permanecer en el tiempo es un mérito no desdeñable. Esa virtud la tiene la Universidad de San Marcos. De la misma manera, la acendrada vocación literaria, humanística, ética, de Mario Vargas Llosa, ha permanecido inalterable a lo largo de décadas, y en una noche como ésta no hemos hecho sino remarcarla, ponerla en el primer plano de la atención pública.
Por lo dicho hasta aquí, y por lo que queda tácito, en este momento de reencuentro entre un gran escritor y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que lo formó, solicito a usted Señor Rector, tenga a bien imponer la insignia al Señor Doctor Mario Vargas Llosa, y entregarle el Diploma que lo acredita como DOCTOR HONORIS CAUSA de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
HONORIS CAUSA A UN SANMARQUINO UNIVERSAL
Discurso del Dr. Marco Martos Carrera, Presidente de la Academia Peruana de la Lengua y Decano de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.- (17 de Abril 2001)
Estricta justicia a su obra literaria
La Universidad Nacional Mayor de San Marcos hace hoy un alto en sus labores habituales para incorporar como Doctor Honoris Causa a Mario Vargas Llosa, uno de sus más conspicuos ex alumnos, y al hacerlo cumple un acto de estricta justicia poética que honra tanto al ilustre escritor como al propio claustro.
Desde el momento mismo que el Perú existe como país o como posibilidad, ha ofrecido al mundo destacadas individualidades que nos representan bien en los distintos campos de las ciencias y las letras. No es azar que los más notables entre ellos estén vinculados a San Marcos. Nombres como los de Alcides Carrión en medicina, julio C. Tello en arqueología, o Raúl Porras en historia, han saltado los estrechos círculos de los especialistas y se han convertido en patrimonio común para todos los peruanos. Así ocurre con Mario Vargas Llosa.
Dentro de las distintas actividades del ser humano, la literatura es un territorio particularmente privilegiado. Como cualquier otra actividad, exige, a quienes se entregan a ella, disciplina y talento. Conocer los secretos de su elaboración cabal, despiadada y avasalladora, seduce a quienes se aficionan de verdad a su creación, los hace, al mismo tiempo, más libres como ciudadanos y más dependientes como orífices de una tarea ímproba que no termina sino cuando fina la propia vida. Esos códigos de elaboración de la materia literaria son milenarios y están en constante reelaboración. Las técnicas que utiliza un dramaturgo para escribir una pieza hoy día, se parecen y se diferencian de las que utilizó Sófocles cuando pergeñó el Edipo rey hace dos mil quinientos años. Pero si la literatura exige mucho a quienes la cultivan, se abre con alguna facilidad a una gran proporción de la humanidad porque se conecta de modo claro con la vida de todos los hombres, con sus necesidades básicas principalmente, con sus sueños.
En el Perú tenemos un manojo de escritores que han expresado en su literatura las porciones de la realidad vivida o imaginada que mejor conocían y que haciéndolo tocaban no solamente las fibras más íntimas del ser de los peruanos, sino que, al mismo tiempo, expresaban realidades y sueños de los hombres de cualquier latitud. Cuando decimos Inca Garcilaso de la Vega, Picardo Palma, Manuel González Prada, César Vallejo, José María Arguedas, estamos simultáneamente señalando la región y el país que los vieron nacer y los formaron, rendimos homenaje también a la lengua castellana, esa otra patria en la que nos reconocemos, y también a esa capacidad hermosa de llegar a todos los rincones de la tierra a través de la palabra escrita. Esas mismas calidades, hoy, San Marcos, en este claustro pleno, se las reconoce a Mario Vargas Llosa. Verdad es que el mundo entero lo ha hecho ya desde hace décadas, pero tiene un sentido simbólico que la casa de estudios donde se formó, que infelizmente muchas veces ha sido una federación de facultades, se junte en un solo haz como anunciando un tiempo nuevo, y exprese en forma unánime este sentimiento compartido por profesores, alumnos y trabajadores.
La formación de los escritores que consiguen con el paso del tiempo características excepcionales que los hacen no solamente los mejores portadores del aire de su tiempo, sino que ingresan al canon literario convertidos en clásicos, siempre provoca curiosidad y controversia, como si la dilucidación de esos detalles biográfico-literarios, pudiera ofrecernos claves para comprender el origen de una vocación arraigada. Quienes nos consideramos fanáticos de la literatura sabemos bien que no es así, que ni siquiera un estudioso de la mente como Sigmund Freud, que tanta importancia dio a los años de la infancia en la vida de los individuos, pudo llegar a conclusiones válidas sobre el origen del talento científico o artístico. Una conclusión modesta es que hay personas que consiguen mejores logros y que sus biografías no se diferencian mucho de las biografías de otros. De todas maneras, los padres, la familia nuclear, la familia extensiva, el país, la lengua, dejan marcas nítidas en el trabajo de quienes son excepcionales. Ellos saben, de un modo intuitivo, y no siempre saben explicarlo, cómo amalgamar sus circunstancias personales para llevar una vida que les permite ofrecer productos notables en la ciencia o en el arte. Mario Vargas Llosa, en esa especie de autobiografía que es El pez en el agua (1993) ha señalado no solamente las complejas relaciones con su propio padre, sino también la importancia que tuvieron en su formación numerosas figuras paternas, sus profesores, desde Carlos Robles Rázuri, el profesor de lengua y literatura del colegio San Miguel de Piura, pequeño, magro, atildado, castizo, testigo directo de la producción de la primera obra literaria pública del que luego sería afamado novelista, la obra dramática La huida del inca que se estrenó en el teatro Municipal de Piura, hasta sus profesores universitarios, Raúl Porras Barrenechea, Luis Alberto Sánchez, Jorge Puccinelli y Augusto Tamayo Vargas, vinculados de modo entrañable a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En la soledad de las bibliotecas, William Faulkner, y lejos, gracias a una beca fugaz, en el primer viaje a Francia, la búsqueda de Jean Paul Sartre, el célebre autor de La náusea, el modelo literario de Vargas Llosa en esos años, y el encuentro con Albert Camus, en la puerta de un teatro. Es difícil transmitir a otros, lo que siente un escritor en cierne cuando conoce a un monstruo de la literatura como el escritor argelino de madre española, con el que Vargas Llosa pudo conversar fluidamente. Es lo mismo que hoy puede experimentar un joven que comienza, hablando con Vargas Llosa en una noche como ésta. Y refiriéndose a presencias raigales, puede decirse que en toda la literatura de Vargas Llosa, junto a una originalidad que nadie discute y que muchos alaban, conviven como sombras benéficas, Sartre y Camus, amigos y antagonistas en la literatura, la política y la vida. En esos años de formación, los amigos más cercanos, Luis Loayza, Abelardo Oquendo, Félix Arias Schereiber, Javier Silva Ruete, cumplieron el papel fraterno y entrañable de quienes emprenden juntos aventuras literarias como la redacción de la revista Literatura en 1958, Loayza y Oquendo, o la militancia política, Arias Scherciber, o una complicidad diaria forjada en el colegio San Miguel de Piura, Silva Ruete.
¿Qué le dio San Marcos a Vargas Llosa? Nadie mejor que él mismo para señalarlo. Podemos, sí, precisar en general lo que ofrece a quienes se acercan a sus claustros. Desde su fundación la universidad fue el lugar intelectual por excelencia del país. Vinculada inicialmente a la teología fue el escenario de inacabables discusiones y disputas entre los miembros de las diferentes órdenes religiosas ansiosas de graduar a los suyos y de dificultar a los adversarios ese mismo derecho. Pero poco a poco fue mostrando el perfil que hasta hoy la caracteriza: un lugar de encuentro de todos los sectores sociales, un espacio de libertad que estimula los logros individuales.
De manera particular, durante el siglo XX, San Marcos ha sido un bastión de rebeldía contra toda forma de imposición, un lugar de debates científicos y políticos, un espacio propicio para las amistades definitivas. Quienes conocen y han vivido dentro de otras instituciones universitarias del Perú y un día llegan a San Marcos, experimentan asombro. Es el humus de la libertad que circula por los claustros, la posibilidad real de alternar que tienen personas de distintas generaciones, lo que encandila y seduce, la seguridad que se adquiere pronto, de que la universidad será un ambiente propicio para nuestros proyectos personales; más tarde nos damos cuenta de que realizando nuestros sueños, tenemos la opción plena de devolver algo a la institución que nos ha formado. Para hablar sólo de escritores, durante el siglo XX han sido sanmarquinos Abraham Valdelomar, César Vallejo, quien estudió medicina y letras, Martín Adán, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Wáshington Delgado, Leopoldo Chariarse, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza.
Para Mario Vargas Llosa, el correlato literario de sus años efervescentes de estudiante de la Universidad de San Marcos, es la novela Conversación en la Catedral de 1969, calificada por la crítica como la más ambiciosa y la más compleja de las obras de su autor, su más perfecta "novela total" donde pululan más de un centenar de personajes, ciento veinte exactamente, según el recuento de Rosa Boldori, que es un gigantesco fresco que abarca la época de la dictadura del general Manuel Odría desde 1948 hasta 1956. Balzac había dicho, y Vargas Llosa le toma la palabra, que la novela es la historia privada de las naciones. La historia sus obligaciones (sesiones de firma, entrevistas televisadas) y sus recompensas (los premios). Dice también Lefort que con la pluma en la mano Vargas Llosa se transforma en una soberbia máquina narrativa que obedece a dos principios: el realismo de la ficción y el sacrificio de cualquier otro criterio que no sea el de la solidez del hilo narrativo, el mismo que atraviesa las situaciones más diversas y los puntos de vista más opuestos. Lo real es el terreno y el humus en el que se describe la historia contada y el relato se desarrolla por lo general, mediante un impresionante virtuosismo en el dibujo de los episodios como en El hablador de 1986, en el trenzamiento de las intrigas como en Lituma en los Andes de 1993, e incluso en el contrapunto gramatical como ocurre en Los cachorros de 1967.
Pareciéndonos verdaderas, las opiniones de Lefort necesitan matizarse y comentarse. El empleo regular del tiempo en largas sesiones de escritura ha sido siempre una característica de los escritores más destacados, desde Ovidio y Dante, hasta Balzac y Proust, Tolstoi y Dostoievski. Las obligaciones concomitantes que exige la industria editorial contemporánea, son asumidas de distinta manera por los escritores. Por su conducta parece ser que Vargas Llosa las asume con menos incomodidades que otros colegas suyos. En todo caso, la disciplina con que emprende su tarea, puede que desde fuera se semeje al trabajo de una máquina, pero la afirmación hay que tomarla como un grano de sal porque felizmente todavía no hemos llegado a la situación en que las maquinas produzcan excelentes relatos. La afirmación desconoce, por otro lado, la pasión, el sufrimiento, la incertidumbre, el combate, que significa diariamente, la página en blanco para el escritor de raza. No, definitivamente no. Vargas Llosa no es una máquina de escribir novelas. Desde el punto de vista formal, pareciera que estuvo interesado desde muy joven en la vocación del escritor y ésa es una de las claves de su desarrollo literario posterior. Elegir la inclinación literaria de Rubén Darío como tema de tesis de bachiller en nuestra universidad es un primer indicio de adonde apuntaba. A fines del siglo XIX Rubén Darío se convirtió en el escritor más visible de la renovación literaria en América Latina. Innovador, principalmente en poesía, fue también dueño de una prosa bien labrada, como puede verificarse leyendo sus cuentos en el libro Azul o su texto de retratos literarios Los raros Darío fue en su época un escritos que aspiraba a la totalidad, como César Vallejo, década más tarde.
Vallejo, un poeta que es orgullo de la lengua castellana, fue cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista. De parecida manera Mario Vargas Llosa, novelista destacadísimo, ha cultivado casi todos los géneros, parcelas técnicas que los críticos y metodólogos ofrecen a los escritores para mejor clasificarlos. Empezó, como es sabido, como dramaturgo, con la pieza muchas veces citada y nunca leída. La huida del inca y se ha mantenido fiel a ese modo directo de comunicación con el público a través de obras como La señorita de Tacna de 1981 o Kaibie y el hipopótamo de 1984 o La Chunga de 1986. Recientemente Luis Peirano ha dicho que Mario Vargas Llosa es un, joven autor de teatro, joven y experimentado podríamos añadir quienes amamos las tablas y apreciamos sus logros escénicos. La cercanía de Mario Vargas Llosa con la poesía también es demostrable y puede documentarse tempranamente, pues para la revista Literatura, tradujo con Luis Loayza dos poemas de Robert Desnos y escribió un artículo sobre César Moro. Más tarde, en 1966, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas, hizo referencias muy precisas a Carlos Oquendo de Amat, el límpido poeta puneño, y en 1989 publicó una traducción de Un coeur sous une soutane, Un corazón debajo de una sotana de Arthur Rimbaud. A través de citas en sus libros, o de artículos y ensayos, Mario Vargas Llosa ha señalado su aprecio especial por la poesía de Carlos Germán Belli. ¿En esta enumeración se agotan las relaciones de Vargas Llosa con la poesía? De ningún modo. Es cierto que no es un poeta en el sentido más estricto y canónico, pero ha logrado en la prosa efectos que no pueden sino llamarse poéticos y que están alejados de esa edulcorada prosa poética que resulta poco menos que detestable para el gusto contemporáneo. La economía del lenguaje, por ejemplo, es una virtud que atribuimos a la poesía, la rapidez y la transparencia de la dicción, la facilidad para describir con trazos rápidos situaciones para pasar a otras igualmente interesantes es característica de la vieja épica que hereda la mejor novela. Basta recordar el caso de Alonso de Ercilla en La araucana. La prosa de Vargas Llosa es dinámica, como un sostenido poema. Según Lefort, el dinamismo de la narración induce a la imagen de la doble espiral de la molécula de ADN, otorgándole así, la representación genética que le conviene. Si las fantasías de] escritor --continúa- corresponden a zonas ocultas de su personalidad, resulta claro que la aplicación de recursos estéticos que gobiernan su creación novelística proviene de una clara conciencia y de un brillante ingenio según un arte de esencia plástica.
Lo mejor que puede decirse de los ensayos de Mario Vargas Llosa es que se leen como novelas. Los profesores de literatura de San Marcos y los de cualquier universidad del mundo, se lo agradecemos. Pocos estudiosos hay que tengan una prosa tan cautivante, fluida y amena. De modo particular, conviene señalar el fulgor de La orgía perpetua, el libro que sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary escribi6 en 1975 o el conjunto de ensayos La verdad de las mentiras de 1990 o Las cartas a un novelista de 1997.
Otra rama de la comunicación despertó un temprano interés en Mario Vargas Llosa. Como no cabía de otro modo, convirtió el periodismo en literatura. La relación de los escritores con el periodismo es azarosa. Hay algunos que le temen como a la peste, hay otros que lo frecuentan a escondidas, casi con vergüenza, y por fin, los hay quienes consideran que el periodismo es una escuela a la que hay que acudir un tiempo para luego abandonar. Este último caso es el de Hemingway. Vargas Llosa pertenece a un cuarto grupo, al de los periodistas de raza como Abrabam Valdelomar a principios del siglo XX, como Federico More, como Sebastiàn Salazar Bondy o como Carlos Ney Barrionuevo. Grupo privilegiado que da dignidad a la prosa rápida, que no encuentra razones para escribir cuartillas desmañadas. Esta relación de vasos comunicantes entre literatura y periodismo, tiene además, en la escritura de Vargas Llosa, otro componente, otra presencia, la del cine. Ese vértigo prodigioso de sus diálogos, llenos de contra-puntos, que apreciamos en casi todas sus novelas y que vuelve a aparecer de un modo nítido en La fiesta del chívo, la última de las novelas publicadas, tiene mucho de la novela verdad que cultivó Truman Capote. En esa elección, Vargas Llosa va con los tiempos.
La prosa periodística de Vargas Llosa, desde sus años juveniles, cuando era colaborador del diario "La industria" de Piura, hasta hoy día que figura como columnista de numerosos periódicos en muchas capitales del mundo, ha ido evolucionando, adquiriendo más consistencia y densidad. La gama de sus intereses se ha ido haciendo más variada, pero así mismo tiene constancias, que junto con las virtudes de la escritura que le son características, le confieren un permanente interés que continúa "contra viento y marea", título de una colección de sus artículos periodísticos. Y esas constancias son éticas y cívicas que pueden resumirse en una frase: la búsqueda del bien común de la sociedad contemporánea. Como Goethe, como Terencio, para Vargas Llosa, nada de lo humano le es ajeno.
Dwigth McDonald, hacia 1930, hizo la distinción, hoy clásica, entre cultura de vanguardia o alta cultura, cultura media y cultura de masas. En pocas palabras, la primera tiene su origen en el renacimiento y es la que produce las innovaciones artísticas y proyecta una sombra sobre el arte posterior, lo influye y lo vivifica.
La cultura media constituye una parodia, una falsificación; tiene, en el caso de la literatura, un lenguaje intencionalmente artificioso tendente al lirismo, una intención demasiado explícita de presentar personajes "universales", pero de una universalidad alegórica y manierista. La cultura de masas difunde productos de nivel ínfimo y de nulo valor estético. Umberto Eco, según la entrelínea de lo que escribe en su libro Apocalípticos e integrados, considera hasta cierto punto más dañino para el consumidor de productos culturales a la cultura media. La cultura de masas, en la que estamos inmersos, paradójicamente permite la difusión de algunos productos de primera calidad, que pertenecen a la cultura alta, a la vanguardia. Y eso es lo que ocurre con las columnas periodísticas de Mario Vargas Llosa.
Esa alta cultura que nace con el Renacimiento y que llega hasta nosotros, genera en cada época y en cada circunstancia a un tipo especial de artista que no solamente consagra toda su vida a convertirse en un virtuoso de su arte, sino que participa activamente de la vida de su comunidad. Si el ideal renacentista era el cortesano tal como lo pintó Baltazar de Castiglione, el individuo que ora tomaba la pluma, ora tomaba la espadaora dondoneaba la vihuela, ora conversaba con las damas, el ideal contemporáneo es el de un artista que no descuida sus deberes cívicos de ciudadano.
Los méritos literarios de Mario Vargas Llosa que con trazo rápido se han señalado en esta exposición, serían razón suficiente para concederle el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero queda todavía señalar otro merecimiento tan valioso como los anteriores: el coraje cívico, la capacidad de ver claro en estos años sombríos para la sociedad peruana, el deber autoimpuesto de difundir a través de columnas periodísticas, de declaraciones y conferencias, la naturaleza perversa y nefasta de un régimen político basado en conductas reprobables sistemáticamente organizadas. Y lo más importante es que no se trata de una actitud coyuntural, en favor de una bandería determinada, sino de una constante ética que tiene que ver con la educación familiar, la formación universitaria y las opciones de vida tomadas desde la juventud. Mario Vargas Llosa es uno de los oficiantes de la catarsis profunda que empieza a vivir el Perú. Se lo agradecemos de todo corazón.
Este es el momento justo para reconocerlo desde nuestra casa de estudios. San Marcos ha sido y es, incluso en sus momentos más complejos, un nido de inquietudes, una plaza de victorias, como escribió el poeta Juan Gonzalo Rose. Y así como el país entero vive una expectativa democrática, San Marcos más que una historia de la que nos enorgullecemos leyendo las páginas de Luis Antonio Eguiguren o las que ahora pergeña Miguel Maticorena, más que por la calidad de sus alumnos y profesores, imposible de negar, incluso por los profesionales de la diatriba, mas que un presente que necesitáramos conservar, es una víspera, una flecha lanzada al porvenir de miles y miles de esperanzas. Somos esa flecha, como Moisés con los suyos en el desierto, buscamos la tierra prometida, encontramos satisfacción en esa lucha, en ese combate, viajamos como Ulises, nos intemamos en lo desconocido.
Queremos, sí, que nuestro futuro sea construido en democracia, que nadie silencie la voz de los estudiantes, pero que nadie silencie tampoco la voz de los profesores y trabajadores, que la indispensable búsqueda de consensos para ir fijando en cada caso el bien común, no dificulte el funcionamiento diario de la universidad; que el claustro sea un lugar de confrontación de ideas, de exposición de programas, de investigación en todas las disciplinas que cultiva la institución, que San Marcos refuerce su condición de vanguardia intelectual del país. Para que todo esto ocurra, necesitamos de muchos esfuerzos, empezando por los que pongamos profesores, estudiantes y trabajadores, pero necesitamos también de la comprensión del conjunto de la sociedad y de los organismos del Estado que tienen que variar radicalmente su política frente a la universidad pública. No queremos un país exclusivamente exportador de materias primas. ¿Dónde si no en la universidad puede hacerse investigación básica? ¿Qué universidad aparte de San Marcos puede abarcar investigaciones en tantas ramas, tales como Medicina, Física, Química, Veterinaria?
Dr. Mario Vargas Llosa, los profesores, alumnos y trabajadores de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en especial los de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, sentimos íntimo regocijo en este día en que usted ha aceptado recibir esta distinción de la Universidad, nos sentimos reconfortados con su presencia, anhelamos que en otras ocasiones en las que se encuentre en Lima, venga a nuestro auditorio y a nuestros salones de clase para dirigir su palabra amigable a nuestros estudiantes y profesores.
Hablando de dos ilustres escritores, Franz Kafka y Samuel Beckett, Harold Bloom señalaba que son portadores de algo indestructible, algo que permite seguir adelante, cuando ya no se puede seguir adelante. Eso indestructible, agregamos, que los lectores de Beckett o de Kalka saben descubrir en la densidad o en la ligereza aparente de sus escritos, reside también en todos los seres humanos, como una esperanza o una búsqueda. De la misma manera, la voluntad de durar, de ser mejores, es trasladada por los hombres a sus instituciones. Permanecer en el tiempo es un mérito no desdeñable. Esa virtud la tiene la Universidad de San Marcos. De la misma manera, la acendrada vocación literaria, humanística, ética, de Mario Vargas Llosa, ha permanecido inalterable a lo largo de décadas, y en una noche como ésta no hemos hecho sino remarcarla, ponerla en el primer plano de la atención pública.
Por lo dicho hasta aquí, y por lo que queda tácito, en este momento de reencuentro entre un gran escritor y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que lo formó, solicito a usted Señor Rector, tenga a bien imponer la insignia al Señor Doctor Mario Vargas Llosa, y entregarle el Diploma que lo acredita como DOCTOR HONORIS CAUSA de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Estricta justicia a su obra literaria
La Universidad Nacional Mayor de San Marcos hace hoy un alto en sus labores habituales para incorporar como Doctor Honoris Causa a Mario Vargas Llosa, uno de sus más conspicuos ex alumnos, y al hacerlo cumple un acto de estricta justicia poética que honra tanto al ilustre escritor como al propio claustro.
Desde el momento mismo que el Perú existe como país o como posibilidad, ha ofrecido al mundo destacadas individualidades que nos representan bien en los distintos campos de las ciencias y las letras. No es azar que los más notables entre ellos estén vinculados a San Marcos. Nombres como los de Alcides Carrión en medicina, julio C. Tello en arqueología, o Raúl Porras en historia, han saltado los estrechos círculos de los especialistas y se han convertido en patrimonio común para todos los peruanos. Así ocurre con Mario Vargas Llosa.
Dentro de las distintas actividades del ser humano, la literatura es un territorio particularmente privilegiado. Como cualquier otra actividad, exige, a quienes se entregan a ella, disciplina y talento. Conocer los secretos de su elaboración cabal, despiadada y avasalladora, seduce a quienes se aficionan de verdad a su creación, los hace, al mismo tiempo, más libres como ciudadanos y más dependientes como orífices de una tarea ímproba que no termina sino cuando fina la propia vida. Esos códigos de elaboración de la materia literaria son milenarios y están en constante reelaboración. Las técnicas que utiliza un dramaturgo para escribir una pieza hoy día, se parecen y se diferencian de las que utilizó Sófocles cuando pergeñó el Edipo rey hace dos mil quinientos años. Pero si la literatura exige mucho a quienes la cultivan, se abre con alguna facilidad a una gran proporción de la humanidad porque se conecta de modo claro con la vida de todos los hombres, con sus necesidades básicas principalmente, con sus sueños.
En el Perú tenemos un manojo de escritores que han expresado en su literatura las porciones de la realidad vivida o imaginada que mejor conocían y que haciéndolo tocaban no solamente las fibras más íntimas del ser de los peruanos, sino que, al mismo tiempo, expresaban realidades y sueños de los hombres de cualquier latitud. Cuando decimos Inca Garcilaso de la Vega, Picardo Palma, Manuel González Prada, César Vallejo, José María Arguedas, estamos simultáneamente señalando la región y el país que los vieron nacer y los formaron, rendimos homenaje también a la lengua castellana, esa otra patria en la que nos reconocemos, y también a esa capacidad hermosa de llegar a todos los rincones de la tierra a través de la palabra escrita. Esas mismas calidades, hoy, San Marcos, en este claustro pleno, se las reconoce a Mario Vargas Llosa. Verdad es que el mundo entero lo ha hecho ya desde hace décadas, pero tiene un sentido simbólico que la casa de estudios donde se formó, que infelizmente muchas veces ha sido una federación de facultades, se junte en un solo haz como anunciando un tiempo nuevo, y exprese en forma unánime este sentimiento compartido por profesores, alumnos y trabajadores.
La formación de los escritores que consiguen con el paso del tiempo características excepcionales que los hacen no solamente los mejores portadores del aire de su tiempo, sino que ingresan al canon literario convertidos en clásicos, siempre provoca curiosidad y controversia, como si la dilucidación de esos detalles biográfico-literarios, pudiera ofrecernos claves para comprender el origen de una vocación arraigada. Quienes nos consideramos fanáticos de la literatura sabemos bien que no es así, que ni siquiera un estudioso de la mente como Sigmund Freud, que tanta importancia dio a los años de la infancia en la vida de los individuos, pudo llegar a conclusiones válidas sobre el origen del talento científico o artístico. Una conclusión modesta es que hay personas que consiguen mejores logros y que sus biografías no se diferencian mucho de las biografías de otros. De todas maneras, los padres, la familia nuclear, la familia extensiva, el país, la lengua, dejan marcas nítidas en el trabajo de quienes son excepcionales. Ellos saben, de un modo intuitivo, y no siempre saben explicarlo, cómo amalgamar sus circunstancias personales para llevar una vida que les permite ofrecer productos notables en la ciencia o en el arte. Mario Vargas Llosa, en esa especie de autobiografía que es El pez en el agua (1993) ha señalado no solamente las complejas relaciones con su propio padre, sino también la importancia que tuvieron en su formación numerosas figuras paternas, sus profesores, desde Carlos Robles Rázuri, el profesor de lengua y literatura del colegio San Miguel de Piura, pequeño, magro, atildado, castizo, testigo directo de la producción de la primera obra literaria pública del que luego sería afamado novelista, la obra dramática La huida del inca que se estrenó en el teatro Municipal de Piura, hasta sus profesores universitarios, Raúl Porras Barrenechea, Luis Alberto Sánchez, Jorge Puccinelli y Augusto Tamayo Vargas, vinculados de modo entrañable a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En la soledad de las bibliotecas, William Faulkner, y lejos, gracias a una beca fugaz, en el primer viaje a Francia, la búsqueda de Jean Paul Sartre, el célebre autor de La náusea, el modelo literario de Vargas Llosa en esos años, y el encuentro con Albert Camus, en la puerta de un teatro. Es difícil transmitir a otros, lo que siente un escritor en cierne cuando conoce a un monstruo de la literatura como el escritor argelino de madre española, con el que Vargas Llosa pudo conversar fluidamente. Es lo mismo que hoy puede experimentar un joven que comienza, hablando con Vargas Llosa en una noche como ésta. Y refiriéndose a presencias raigales, puede decirse que en toda la literatura de Vargas Llosa, junto a una originalidad que nadie discute y que muchos alaban, conviven como sombras benéficas, Sartre y Camus, amigos y antagonistas en la literatura, la política y la vida. En esos años de formación, los amigos más cercanos, Luis Loayza, Abelardo Oquendo, Félix Arias Schereiber, Javier Silva Ruete, cumplieron el papel fraterno y entrañable de quienes emprenden juntos aventuras literarias como la redacción de la revista Literatura en 1958, Loayza y Oquendo, o la militancia política, Arias Scherciber, o una complicidad diaria forjada en el colegio San Miguel de Piura, Silva Ruete.
¿Qué le dio San Marcos a Vargas Llosa? Nadie mejor que él mismo para señalarlo. Podemos, sí, precisar en general lo que ofrece a quienes se acercan a sus claustros. Desde su fundación la universidad fue el lugar intelectual por excelencia del país. Vinculada inicialmente a la teología fue el escenario de inacabables discusiones y disputas entre los miembros de las diferentes órdenes religiosas ansiosas de graduar a los suyos y de dificultar a los adversarios ese mismo derecho. Pero poco a poco fue mostrando el perfil que hasta hoy la caracteriza: un lugar de encuentro de todos los sectores sociales, un espacio de libertad que estimula los logros individuales.
De manera particular, durante el siglo XX, San Marcos ha sido un bastión de rebeldía contra toda forma de imposición, un lugar de debates científicos y políticos, un espacio propicio para las amistades definitivas. Quienes conocen y han vivido dentro de otras instituciones universitarias del Perú y un día llegan a San Marcos, experimentan asombro. Es el humus de la libertad que circula por los claustros, la posibilidad real de alternar que tienen personas de distintas generaciones, lo que encandila y seduce, la seguridad que se adquiere pronto, de que la universidad será un ambiente propicio para nuestros proyectos personales; más tarde nos damos cuenta de que realizando nuestros sueños, tenemos la opción plena de devolver algo a la institución que nos ha formado. Para hablar sólo de escritores, durante el siglo XX han sido sanmarquinos Abraham Valdelomar, César Vallejo, quien estudió medicina y letras, Martín Adán, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Wáshington Delgado, Leopoldo Chariarse, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza.
Para Mario Vargas Llosa, el correlato literario de sus años efervescentes de estudiante de la Universidad de San Marcos, es la novela Conversación en la Catedral de 1969, calificada por la crítica como la más ambiciosa y la más compleja de las obras de su autor, su más perfecta "novela total" donde pululan más de un centenar de personajes, ciento veinte exactamente, según el recuento de Rosa Boldori, que es un gigantesco fresco que abarca la época de la dictadura del general Manuel Odría desde 1948 hasta 1956. Balzac había dicho, y Vargas Llosa le toma la palabra, que la novela es la historia privada de las naciones. La historia sus obligaciones (sesiones de firma, entrevistas televisadas) y sus recompensas (los premios). Dice también Lefort que con la pluma en la mano Vargas Llosa se transforma en una soberbia máquina narrativa que obedece a dos principios: el realismo de la ficción y el sacrificio de cualquier otro criterio que no sea el de la solidez del hilo narrativo, el mismo que atraviesa las situaciones más diversas y los puntos de vista más opuestos. Lo real es el terreno y el humus en el que se describe la historia contada y el relato se desarrolla por lo general, mediante un impresionante virtuosismo en el dibujo de los episodios como en El hablador de 1986, en el trenzamiento de las intrigas como en Lituma en los Andes de 1993, e incluso en el contrapunto gramatical como ocurre en Los cachorros de 1967.
Pareciéndonos verdaderas, las opiniones de Lefort necesitan matizarse y comentarse. El empleo regular del tiempo en largas sesiones de escritura ha sido siempre una característica de los escritores más destacados, desde Ovidio y Dante, hasta Balzac y Proust, Tolstoi y Dostoievski. Las obligaciones concomitantes que exige la industria editorial contemporánea, son asumidas de distinta manera por los escritores. Por su conducta parece ser que Vargas Llosa las asume con menos incomodidades que otros colegas suyos. En todo caso, la disciplina con que emprende su tarea, puede que desde fuera se semeje al trabajo de una máquina, pero la afirmación hay que tomarla como un grano de sal porque felizmente todavía no hemos llegado a la situación en que las maquinas produzcan excelentes relatos. La afirmación desconoce, por otro lado, la pasión, el sufrimiento, la incertidumbre, el combate, que significa diariamente, la página en blanco para el escritor de raza. No, definitivamente no. Vargas Llosa no es una máquina de escribir novelas. Desde el punto de vista formal, pareciera que estuvo interesado desde muy joven en la vocación del escritor y ésa es una de las claves de su desarrollo literario posterior. Elegir la inclinación literaria de Rubén Darío como tema de tesis de bachiller en nuestra universidad es un primer indicio de adonde apuntaba. A fines del siglo XIX Rubén Darío se convirtió en el escritor más visible de la renovación literaria en América Latina. Innovador, principalmente en poesía, fue también dueño de una prosa bien labrada, como puede verificarse leyendo sus cuentos en el libro Azul o su texto de retratos literarios Los raros Darío fue en su época un escritos que aspiraba a la totalidad, como César Vallejo, década más tarde.
Vallejo, un poeta que es orgullo de la lengua castellana, fue cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista. De parecida manera Mario Vargas Llosa, novelista destacadísimo, ha cultivado casi todos los géneros, parcelas técnicas que los críticos y metodólogos ofrecen a los escritores para mejor clasificarlos. Empezó, como es sabido, como dramaturgo, con la pieza muchas veces citada y nunca leída. La huida del inca y se ha mantenido fiel a ese modo directo de comunicación con el público a través de obras como La señorita de Tacna de 1981 o Kaibie y el hipopótamo de 1984 o La Chunga de 1986. Recientemente Luis Peirano ha dicho que Mario Vargas Llosa es un, joven autor de teatro, joven y experimentado podríamos añadir quienes amamos las tablas y apreciamos sus logros escénicos. La cercanía de Mario Vargas Llosa con la poesía también es demostrable y puede documentarse tempranamente, pues para la revista Literatura, tradujo con Luis Loayza dos poemas de Robert Desnos y escribió un artículo sobre César Moro. Más tarde, en 1966, cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas, hizo referencias muy precisas a Carlos Oquendo de Amat, el límpido poeta puneño, y en 1989 publicó una traducción de Un coeur sous une soutane, Un corazón debajo de una sotana de Arthur Rimbaud. A través de citas en sus libros, o de artículos y ensayos, Mario Vargas Llosa ha señalado su aprecio especial por la poesía de Carlos Germán Belli. ¿En esta enumeración se agotan las relaciones de Vargas Llosa con la poesía? De ningún modo. Es cierto que no es un poeta en el sentido más estricto y canónico, pero ha logrado en la prosa efectos que no pueden sino llamarse poéticos y que están alejados de esa edulcorada prosa poética que resulta poco menos que detestable para el gusto contemporáneo. La economía del lenguaje, por ejemplo, es una virtud que atribuimos a la poesía, la rapidez y la transparencia de la dicción, la facilidad para describir con trazos rápidos situaciones para pasar a otras igualmente interesantes es característica de la vieja épica que hereda la mejor novela. Basta recordar el caso de Alonso de Ercilla en La araucana. La prosa de Vargas Llosa es dinámica, como un sostenido poema. Según Lefort, el dinamismo de la narración induce a la imagen de la doble espiral de la molécula de ADN, otorgándole así, la representación genética que le conviene. Si las fantasías de] escritor --continúa- corresponden a zonas ocultas de su personalidad, resulta claro que la aplicación de recursos estéticos que gobiernan su creación novelística proviene de una clara conciencia y de un brillante ingenio según un arte de esencia plástica.
Lo mejor que puede decirse de los ensayos de Mario Vargas Llosa es que se leen como novelas. Los profesores de literatura de San Marcos y los de cualquier universidad del mundo, se lo agradecemos. Pocos estudiosos hay que tengan una prosa tan cautivante, fluida y amena. De modo particular, conviene señalar el fulgor de La orgía perpetua, el libro que sobre Gustave Flaubert y Madame Bovary escribi6 en 1975 o el conjunto de ensayos La verdad de las mentiras de 1990 o Las cartas a un novelista de 1997.
Otra rama de la comunicación despertó un temprano interés en Mario Vargas Llosa. Como no cabía de otro modo, convirtió el periodismo en literatura. La relación de los escritores con el periodismo es azarosa. Hay algunos que le temen como a la peste, hay otros que lo frecuentan a escondidas, casi con vergüenza, y por fin, los hay quienes consideran que el periodismo es una escuela a la que hay que acudir un tiempo para luego abandonar. Este último caso es el de Hemingway. Vargas Llosa pertenece a un cuarto grupo, al de los periodistas de raza como Abrabam Valdelomar a principios del siglo XX, como Federico More, como Sebastiàn Salazar Bondy o como Carlos Ney Barrionuevo. Grupo privilegiado que da dignidad a la prosa rápida, que no encuentra razones para escribir cuartillas desmañadas. Esta relación de vasos comunicantes entre literatura y periodismo, tiene además, en la escritura de Vargas Llosa, otro componente, otra presencia, la del cine. Ese vértigo prodigioso de sus diálogos, llenos de contra-puntos, que apreciamos en casi todas sus novelas y que vuelve a aparecer de un modo nítido en La fiesta del chívo, la última de las novelas publicadas, tiene mucho de la novela verdad que cultivó Truman Capote. En esa elección, Vargas Llosa va con los tiempos.
La prosa periodística de Vargas Llosa, desde sus años juveniles, cuando era colaborador del diario "La industria" de Piura, hasta hoy día que figura como columnista de numerosos periódicos en muchas capitales del mundo, ha ido evolucionando, adquiriendo más consistencia y densidad. La gama de sus intereses se ha ido haciendo más variada, pero así mismo tiene constancias, que junto con las virtudes de la escritura que le son características, le confieren un permanente interés que continúa "contra viento y marea", título de una colección de sus artículos periodísticos. Y esas constancias son éticas y cívicas que pueden resumirse en una frase: la búsqueda del bien común de la sociedad contemporánea. Como Goethe, como Terencio, para Vargas Llosa, nada de lo humano le es ajeno.
Dwigth McDonald, hacia 1930, hizo la distinción, hoy clásica, entre cultura de vanguardia o alta cultura, cultura media y cultura de masas. En pocas palabras, la primera tiene su origen en el renacimiento y es la que produce las innovaciones artísticas y proyecta una sombra sobre el arte posterior, lo influye y lo vivifica.
La cultura media constituye una parodia, una falsificación; tiene, en el caso de la literatura, un lenguaje intencionalmente artificioso tendente al lirismo, una intención demasiado explícita de presentar personajes "universales", pero de una universalidad alegórica y manierista. La cultura de masas difunde productos de nivel ínfimo y de nulo valor estético. Umberto Eco, según la entrelínea de lo que escribe en su libro Apocalípticos e integrados, considera hasta cierto punto más dañino para el consumidor de productos culturales a la cultura media. La cultura de masas, en la que estamos inmersos, paradójicamente permite la difusión de algunos productos de primera calidad, que pertenecen a la cultura alta, a la vanguardia. Y eso es lo que ocurre con las columnas periodísticas de Mario Vargas Llosa.
Esa alta cultura que nace con el Renacimiento y que llega hasta nosotros, genera en cada época y en cada circunstancia a un tipo especial de artista que no solamente consagra toda su vida a convertirse en un virtuoso de su arte, sino que participa activamente de la vida de su comunidad. Si el ideal renacentista era el cortesano tal como lo pintó Baltazar de Castiglione, el individuo que ora tomaba la pluma, ora tomaba la espadaora dondoneaba la vihuela, ora conversaba con las damas, el ideal contemporáneo es el de un artista que no descuida sus deberes cívicos de ciudadano.
Los méritos literarios de Mario Vargas Llosa que con trazo rápido se han señalado en esta exposición, serían razón suficiente para concederle el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero queda todavía señalar otro merecimiento tan valioso como los anteriores: el coraje cívico, la capacidad de ver claro en estos años sombríos para la sociedad peruana, el deber autoimpuesto de difundir a través de columnas periodísticas, de declaraciones y conferencias, la naturaleza perversa y nefasta de un régimen político basado en conductas reprobables sistemáticamente organizadas. Y lo más importante es que no se trata de una actitud coyuntural, en favor de una bandería determinada, sino de una constante ética que tiene que ver con la educación familiar, la formación universitaria y las opciones de vida tomadas desde la juventud. Mario Vargas Llosa es uno de los oficiantes de la catarsis profunda que empieza a vivir el Perú. Se lo agradecemos de todo corazón.
Este es el momento justo para reconocerlo desde nuestra casa de estudios. San Marcos ha sido y es, incluso en sus momentos más complejos, un nido de inquietudes, una plaza de victorias, como escribió el poeta Juan Gonzalo Rose. Y así como el país entero vive una expectativa democrática, San Marcos más que una historia de la que nos enorgullecemos leyendo las páginas de Luis Antonio Eguiguren o las que ahora pergeña Miguel Maticorena, más que por la calidad de sus alumnos y profesores, imposible de negar, incluso por los profesionales de la diatriba, mas que un presente que necesitáramos conservar, es una víspera, una flecha lanzada al porvenir de miles y miles de esperanzas. Somos esa flecha, como Moisés con los suyos en el desierto, buscamos la tierra prometida, encontramos satisfacción en esa lucha, en ese combate, viajamos como Ulises, nos intemamos en lo desconocido.
Queremos, sí, que nuestro futuro sea construido en democracia, que nadie silencie la voz de los estudiantes, pero que nadie silencie tampoco la voz de los profesores y trabajadores, que la indispensable búsqueda de consensos para ir fijando en cada caso el bien común, no dificulte el funcionamiento diario de la universidad; que el claustro sea un lugar de confrontación de ideas, de exposición de programas, de investigación en todas las disciplinas que cultiva la institución, que San Marcos refuerce su condición de vanguardia intelectual del país. Para que todo esto ocurra, necesitamos de muchos esfuerzos, empezando por los que pongamos profesores, estudiantes y trabajadores, pero necesitamos también de la comprensión del conjunto de la sociedad y de los organismos del Estado que tienen que variar radicalmente su política frente a la universidad pública. No queremos un país exclusivamente exportador de materias primas. ¿Dónde si no en la universidad puede hacerse investigación básica? ¿Qué universidad aparte de San Marcos puede abarcar investigaciones en tantas ramas, tales como Medicina, Física, Química, Veterinaria?
Dr. Mario Vargas Llosa, los profesores, alumnos y trabajadores de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en especial los de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, sentimos íntimo regocijo en este día en que usted ha aceptado recibir esta distinción de la Universidad, nos sentimos reconfortados con su presencia, anhelamos que en otras ocasiones en las que se encuentre en Lima, venga a nuestro auditorio y a nuestros salones de clase para dirigir su palabra amigable a nuestros estudiantes y profesores.
Hablando de dos ilustres escritores, Franz Kafka y Samuel Beckett, Harold Bloom señalaba que son portadores de algo indestructible, algo que permite seguir adelante, cuando ya no se puede seguir adelante. Eso indestructible, agregamos, que los lectores de Beckett o de Kalka saben descubrir en la densidad o en la ligereza aparente de sus escritos, reside también en todos los seres humanos, como una esperanza o una búsqueda. De la misma manera, la voluntad de durar, de ser mejores, es trasladada por los hombres a sus instituciones. Permanecer en el tiempo es un mérito no desdeñable. Esa virtud la tiene la Universidad de San Marcos. De la misma manera, la acendrada vocación literaria, humanística, ética, de Mario Vargas Llosa, ha permanecido inalterable a lo largo de décadas, y en una noche como ésta no hemos hecho sino remarcarla, ponerla en el primer plano de la atención pública.
Por lo dicho hasta aquí, y por lo que queda tácito, en este momento de reencuentro entre un gran escritor y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que lo formó, solicito a usted Señor Rector, tenga a bien imponer la insignia al Señor Doctor Mario Vargas Llosa, y entregarle el Diploma que lo acredita como DOCTOR HONORIS CAUSA de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
VARGAS LLOSA: ITINERARIO DE UN HIPOPOTAMO
Por Miguel Godos Curay
La sede de la casa museo O’Higgins, en pleno centro de Lima, es diariamente visitada por centenares de curiosos, turistas y admiradores de Vargas Llosa. Ahí se muestra con profusión de fotografías y valiosos documentos personales la génesis del escritor. Se recrean en cada uno de los ambientes de la espaciosa casona los escenarios de sus obras. Una alcoba austera del Leoncio Prado el escenario de “La ciudad y los perros”. Un bohío selvático con su hamaca en la penumbra que recuerda a “Pantaleón y las visitadoras”. Los hipopótamos cuyas imágenes le seducen siempre. Todo recogido con una crinográfica curiosidad que muestra las libretas, los apuntes, las fichas minuciosas de ese ritual de la palabra propio del escritor.
Vargas Llosa. Admítanlo o no sus denostadores es un escritor peruano que brilla en el firmamento planetario de las letras y la política. Está entre los escasos veinte personajes públicos reconocidos e influyentes en el mundo. Con o sin el Nóbel es un valor peruano que nos enorgullece. Particularmente, a los piuranos, nos ha inmortalizado en esa caracterización tan genuina de lo que realmente somos. Un desafío del desierto inhóspito. Un hazaña entre los chopos calcinados al filo de las carreteras y ese oasis poblado de algarrobos verdes. Cuya aroma recuerda la santa tierra. Dulces tan exóticos como los bocadillos, las colasiones, las natillas y el quesillo de cabra nutritivos pero esquivos a los mafiosos de los programas vaso de leche que lo pulverizan todo para llenar sus bolsillotes de desnutrición infantil.
Vargas Llosa, tiene ese privilegio misterioso de haber capturado ese momento bullente de le economía piurana en donde las alforjas repletas de panllevar, olorosas frutas y fríjoles, conducidas en grises piajenitos, atravesaban los callejones calenturientos de la ciudad hoy arruinada por la desidia. El pima era una mostración visible de la fugaz prosperidad. Por eso no dejábamos de ser pecadores solemnes en lupanares legendarios como los que describe la Casa Verde. En aquel entonces las orgías eróticas eran matizadas previamente con tributos al paladar: piqueos olorosos, secos de chavelo gloriosos, cachemas fritas crocantes en las ramadas humeantes. Potazos de chicha y potitos de clarito que no se embotellaban como ahora. Ramadas memorables en donde pizpiretas y chuchumecas con nombres de flores perdurables daban vida a romances alucinantes bajo es sol nunca devaluado de los piuranos y esa luna que iluminaba las insomnes faenas de los tejedores de sombreros. Esa Piura que se nos fue de las manos fue la que encontró Vargas Llosa.
La muestra, que se exhibirá hasta octubre habla por sí sola de las luchas libradas por el escritor en defensa de la libre expresión y su incursión en la política. Se ha incluido un pormenorizado itinerario que muestra desde un pasaporte hasta fotografías inocultables. Hay una en especial de su debut en el periodismo cuando aún era un colegial con muchas inquietudes juveniles pero sin mayores estridencias académicas. De su paso por la política quedan muchos testimonios y la no resuelta interrogante de ¿qué hubiera pasado en el Perú con Vargas Llosa frente a la Presidencia de la República. ¿Nos hubiéramos adentrado a todo trote en la modernidad?. ¿Se hubiese privilegiado la educación en el país? ¿ Hubiese tenido el escritor el coraje de enfrentarse a la corrupción?. ¿Estaba el Perú preparado para tener como conductor de la nación a un intelectual de la talla de Vargas Llosa?. Después de probar la dictadura nauseabunda de Fujimori, al que con una ceguera insoportable muchos admiran. No sabemos ¿cuál hubiese sido el destino del Perú?. Las ucronías en política son como esa definición certera de lo que es el amor: “dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere”. En efecto. Perdimos la posibilidad de intentar un cambio de rumbo al lado de una liberal inteligente con estatura propia. De la honestidad de Vargas Llosa no hay ápice de dudas. Su sinceridad inclaudicable y su integridad no tienen punto de quiebre. De eso no hay dudas. Así lo confirman quienes gratuitamente lo detestan pero también quienes con sinceridad lo admiran.
(11.05.2009)
EL MUNDO EN QUE VIVIMOS
Por: Mario Vargas Llosa, Escritor
Diario “El País”, Marbella, Agosto 2009.
El filósofo francés Michel Foucault llegó a la deprimente conclusión de que “el hombre no existe”, que cada ser humano no es sino una larga secuencia de simulacros variopintos hechos, deshechos y rehechos por las circunstancias variables de la realidad en la que transcurre su existencia. Todavía más audaz, y acaso más frívolo, Jean Baudrillard fue más lejos y concluyó que aquello que creemos la realidad cuando abrazamos al ser amado o sopamos la pluma en un tintero, tampoco existe, porque la verdadera realidad en la que vive el bípedo contemporáneo no es el mundo que cree pisar sino las imágenes que fingen reflejarlo y que no son sino las interesadas y manipuladas versiones que dan de él los medios audiovisuales al servicio de los poderosos de este mundo.
Estas divertidas, brillantes y falaces fabricaciones intelectuales —así las creía yo al menos— acaban de recibir un sorprendente respaldo, una indicación concreta de que si las cosas no son así todavía, podrían llegar a serlo pronto, dadas las inquietantes características que va adoptando, aquí y allá, la civilización que nos rodea. Voy a referirlo a mi manera, que no es la del filósofo, claro está, sino la, más modesta, de un contador de historias. Trasladémonos, allende el Atlántico, al centro de la Amazonía, hasta Manaos, capital del Estado brasileño de Amazonas, famosa porque, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, fue uno de los centros principales del “boom” del caucho, del que queda como recuerdo una ópera barroca donde cantó —o se dice que cantó— Caruso.
Hasta hace relativamente poco tiempo el rey de la pequeña pantalla, en Manaos y toda la vasta región amazónica, era un periodista y productor llamado Wallace Souza, que, fiel a su nombre detectivesco, dirigía en la televisión local un programa policíaco llamado “Canal Libre”. En él se ventilaban, con descarnado realismo, los crímenes, asaltos, violaciones y demás ferocidades cotidianas, con que, tanto en Brasil como en el resto del mundo, los canales de televisión suelen asegurar su codiciado ráting halagando el morbo y los peores instintos del gran público televidente.
El éxito del programa era tal que Wallace Souza se hizo célebre y decidió, aprovechando la popularidad de que gozaba, saltar del periodismo audiovisual sensacionalista y truculento a la política (ambos no están tan lejos, después de todo). Lo consiguió con rapidez vertiginosa: en las últimas elecciones salió elegido diputado con la más alta votación en todo el Estado de Amazonas. Este es el momento de máximo apogeo en la carrera pública de Wallace Souza, personaje fortachón, mostachudo y barbado, de ternos entallados y, según la prensa, gesticulador y carismático.
Cambio de escenario, dentro de la misma exótica y asfixiante ciudad amazónica. La policía local detiene a un rufiancillo del lugar, ex policía y asesino a sueldo, de apelativo pomposo: Moacir Moa Jorge da Costa, sospechoso de un rosario de fechorías y hechos de sangre, entre ellos asesinatos. Interrogado y ablandado con los métodos que no es imposible imaginar, confiesa. Sí, ha matado, pero no por maldad ni por codicia, sino profesionalmente, por encargo del flamante diputado y estrella mediática de la Amazonía: ¡Wallace Souza! Después de sacudirse el trauma que semejante revelación les produce, los investigadores comienzan a atar cabos y las piezas encajan, como en un rompecabezas.
Todos los crímenes que ha cometido o en los que ha participado Moacir Moa Jorge da Costa figuraron de manera estelar en los programas de “Canal Libre” y, en todos ellos, las cámaras ubicuas y omniscientes del diputado llegaron al lugar del crimen al mismo tiempo que los asesinos.
La investigación produce este pasmoso resultado: Wallace Souza llevaba a cabo espeluznantes crímenes con el único designio de poder filmarlos antes de que lo hiciera alguno de sus competidores, para obtener las primicias que tenían enganchada a la vasta teleaudiencia a la que alimentaba en cada programa con sangre, verismo y pestilencia a raudales. Para ello, había montado toda una infraestructura de colaboradores, diestros en la pistola y el cuchillo, seleccionados entre las propias fuerzas de la policía a la que —otra revelación— había estado asimilado.
Quince de ellos están ya en los incómodos calabozos de Manaos, pero no el héroe del macabro aquelarre, pues, siendo legislador y gozando de impunidad, la Asamblea Legislativa tiene antes que despojarlo de aquella para que pueda ser encarcelado y juzgado. ¿Lo será? Paciencia: lo dirá el futuro, y con abundancia de derivaciones y detalles, porque mi instinto me asegura que esta historia tiene para mucho rato.
Hasta aquí los hechos objetivos. Ahora, las conjeturas, acápites y especulaciones. Desde el punto de vista ético ¿cómo juzgar a Wallace Souza? Es imposible negar que tenía una conciencia profesional desmesurada. Delinquió, sí, pero con la noble intención de servir a su público, de no defraudarlo, de seguir suministrándole aquel horror sanguinario que era su alimento preferido, lo que llevaba a todo Manaos a prender el televisor y buscar “Canal Libre” con la ansiedad con que escarba su cajetilla el fumador o se lleva el trago a la boca el alcohólico.
¿Tiene Wallace Souza la entera responsabilidad de haber llegado a esos excesos punibles o la comparte con la miríada de morbosos, subnormales, pervertidos e imbéciles a los que ver mujeres desventradas, chiquillos decapitados, ancianos degollados, arreglos de cuentas de pandillas que se tasajean y entrematan hace pasar una noche divertida?
No es difícil, para cualquier aficionado a la esgrima intelectual, demostrar que Wallace Souza es un producto del siglo XXI, en el que la cultura predominante, en gran parte por la miseria que ha generado la televisión en su frenética carrera por conquistar audiencia escarbando en las sentinas de la vida, destruyendo la privacidad, explotando sin el menor escrúpulo las experiencias más indignas y degradantes, ha pulverizado todos los valores, trastocándolos, de manera que “divertir”, “entretener”, ha pasado a ser el valor supremo, la prioridad de prioridades, aunque, para conseguirlo, como hizo Wallace Souza, haya que disparar y hundir puñales en el prójimo.
Desde este punto de vista, asesino y todo, el director y productor de “Canal Libre” es un héroe, o un mártir, de la cultura que, con ayuda de la prodigiosa revolución audiovisual, hemos fabricado para nuestra época.
Desde otro punto de vista, el del “principio de realidad” pascaliano, hago mi autocrítica y reconozco que lo ocurrido en Manaos convierte las teorías (que antes me parecieron delirantes y sofistas) de un Foucault y un Baudrillard en algo que empieza a tener confirmación objetiva en este extraordinario mundo que nos ha tocado.
Si Wallace Souza cometió esos crímenes solo para convertirlos en imágenes, es evidente que, para él y para sus espectadores —aunque estos fueran menos conscientes de ello que él— la realidad real era menos importante, meramente subsidiaria o pretexto, de la realidad reflejada por las cámaras, las que, con su perfecta adecuación a los gustos del público, la recomponía, purgaba y recreaba de tal modo que fuera algo que la realidad real lo es solo muy de cuando en cuando: excitante, terrible, divertida.
Wallace Souza es la primera demostración palpable de que el hombre no es una totalidad definida sino una materia modelable y cambiante, una melcocha o greda al que la dimensión imaginaria de la vida propulsada por el sistema educativo más universal y todopoderoso de la historia —las pantallas— va dando forma, realidad y cambiando al capricho de las modas.
Una última reflexión sobre las infortunadas víctimas inmoladas en el ara televisiva por los pistoleros a sueldo de Wallace Souza. ¿Cómo las elegía? ¿Con qué criterio? No se puede descartar que, si quedaba en él un residuo de escrúpulos morales de la época en que todavía era un ser humano, no uno de celuloide o plasma, las escogiera entre la ralea prostibularia, la fauna del ergástulo, para darse así una cierta coartada de justiciero.
Pero lo más probable es que no, que, para alguien tan teratológicamente identificado con su profesión, el único criterio consistiera en señalar a las víctimas privilegiando a las que tenían mayor poder de atracción televisiva. Y no hay duda que el asesinato de un truhán conmueve menos que el de una niña inocente, un ciudadano intachable o una señora embarazada.
¿No les gusta el mundo en que vivimos? Peor para ustedes, porque todo indica que ya no nos queda el antiguo recurso de apagar el aparato de televisión. Ahora, la televisión comienza a ser la vida misma y, nosotros, sus inexistentes comparsas.
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