sábado, 9 de octubre de 2010

MI REENCUENTRO CON SAN MARCOS


Discurso de Mario Vargas Llosa, al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad nacional Mayor de San Marcos.-

Grato retorno y reencuentro en san Marcos
Agradezco al claustro académico de San Marcos la generosa distinción que me concede, en solemne ceremonia, en este Salón de Grados, remozado en toda su magnificencia original, donde me gradué de Bachiller en Letras, una mañana de 1958 de la que guardo una imagen muy viva.

Agradezco, asimismo, las palabras tanto de calor y simpatía, y la semblanza, llena de comprensión e indulgencia, que de mi obra y mi persona acaba de hacer el profesor Marco Martos. Él es no sólo un estricto poeta y un inteligente lector de literatura. Es, también, un piurano, y, como tal, debe haber sido sensible al cariño por las gentes y los paisajes de su tierra que emana de muchas de mis historias. Dos años, uno de niño y otro de joven, viví en Piura, experiencia inolvidable por muchas razones. Una de ellas, el padre de Marco Martos, precisamente, don Néstor Martos, periodista de fuste y crítico insobornable, del diario El Tiempo su columna se llamaba Voto en Contra", bohemio pertinaz y notable profesor de historia, cuyos alumnos del colegio San Miguel nunca olvidamos.

Esta ceremonia me regresa a las ilusiones de mi adolescencia, a mis exaltados diecisiete años, edad que tenía cuando entré a esta Universidad a seguir las carreras de Letras y Derecho, la primera por vocación y la segunda por resignadas razones alimenticias. Mi ingreso a San Marcos no fue casual, sino una manifestación de rebeldía, un desacato. Mi familia hubiera preferido que estudiara en la Universidad Católica, donde iban los jóvenes de "buena familia" (así se decía), donde se trenzaban relaciones provechosas para el futuro profesional, y donde los estudiantes estudiaban, en vez de hacer huelgas y política, actividades predilectas de los san marquinos, según un bulo de la época.

Corría el año de 1953 y, recordemos, en esa época, "hacer política" era una actividad subversiva en el Perú. La dictadura Manuel general Manuel Apolinario Odría la había prohibido, como algo delictuoso, además de poner fuera de la ley a los partidos, a todos con excepción del suyo. Una Ley de Seguridad interior de la República sancionaba a los infractores con penas severísimas. Una estricta censura tenía embozados a las radios y a los diarios, los que rivalizaban en la exaltación áulica del régimen. Con muchos opositores presos o exiliados (y algunos asesinados), la dictadura, en aquel año de 1953, creía haber impuesto a la sociedad peruana ese letargo cívico, esa apatía ciudadana, que son el ideal y el sustento del autoritarismo.

San Marcos era una de las excepciones díscolas a este estado de sonambulismo político. El año anterior, 1952, los estudiantes se habían enfrentado a Odría con una huelga que fue reprimida con violencia, y que, decían, causó la muerte del Rector Pedro Dulanto. A raíz de ella, hubo una nueva racha de detenciones y de exilios que castigó duramente a la Universidad. Los Patios de Letras y Derecho estaban llenos de policías disfrazados de estudiantes, enviados allí en funciones de espionaje y delación por Alejandro Esparza Zañartu, el Vladimiro Montesinos de entonces, aunque, añadiré, comparado con este desmesurado rufián, aquél, que nos parecía tan siniestro, era apenas un niño malcriado. Pero, pese a todas estas medidas para domesticar a San Marcos y ponerla al paso del régimen, la Universidad, aunque débilmente, se resisitía al avasallamiento, y, en la clandestinidad, hacía política. De este modo, salvaba la dignidad y el honor de una sociedad buena parte de la cual, por falta de convicciones democráticas, por oportunismo o cobardía, aceptaba como lo haría luego, durante la dictadura de Velasco y la de Fujimori indignamente, que una casta de felones la privara de la libertad.

Contrariamente a la mitología que circulaba al respecto, el grueso de sanmarquinos no hacía ni se interesaba en política, aunque, en ciertas circunstancias, se dejara arrastrar a asambleas y mítines que decidía una pequeña minoría. Pero esta minoría tenía la sensación, probablemente exacta, de que, aunque la mayoría se abstuviera del quehacer político, contaba de alguna manera con su aval, con su callada solidaridad. En comparación con lo que ocurriría después en la historia peruana, la radicalización ideológica de los sesenta y setenta, la lucha subversiva y las acciones terroristas de los años ochenta, nuestros empeños de los años cincuenta fueron bastante benignos, más simbólicos que eficaces. No iban más allá de imprimir volantes, publicar un periodiquito clandestino, formar círculos de estudios marxistas y, de manera directa e indirecta, a través de academias, centros federados o entidades culturales-, ganar adeptos para la revolución. Y discutir, discutir interminablemente, comunistas y apristas, apristas y trotskistas, comunistas y trotskistas, pues hasta discípulos de León Davidovich había en las catacumbas de San Marcos: eran no más de seis, su ideólogo era el astuto Anibal Quijano y hasta tenían un obrero. Cuando digo discutir, hablo de enérgicos intercambios de ideas y estrategias, pero, también a menudo, de consignas y exabruptos, y, a veces, ay- hasta de cabezazos y patadas.

Nosotros éramos menos que los apristas pero más que los trotskistas, aunque probablemente no muchos más, y, en todo caso, resultaba imposible saberlo con exactitud, debido a un sistema compartimentado de organización, diseñado contra la infiltración policial. Este sistema que, más tarde, leyendo a Joseph Conrad, me haría soñar retroactivamente haber participado de algún modo, en la adolescencia, de esas aventuras de conspiradores clandestinos que pueblan sus maravillosas historias, tenía también, como efecto psicológico, hacernos sentir los esforzados combatientes de un ejército en las sombras, preparando, como los héroes de las novelas de André Malraux, un mundo mejor.

El Grupo Cahuide era el último vestigio de un partido comunista segado por la represión, y, también, por la traición de un puñado de dirigentes que se vendieron a Odría. Yo no creo haber conocido a más de una quincena de miembros y mi militancia en sus filas no duró mucho, pero, sin embargo, aquella experiencia me marcó, me educó, me ilusionó y me defraudó de una manera tan profunda, que nunca se me ha olvidado. No la puedo rememorar sin emoción, pues muchas de las cosas que ahora creo, defiendo o aborrezco, tuvieron su semilla en aquella remota aventura juvenil. Recuerdo que éramos bastante sectarios, -el dogma marxista en esos años de ortodoxia estalinista era asfixiante- pero, eso sí, actuábamos con idealismo y desinterés, animados por un ardiente anhelo de poner fin, de una vez por todas, al atraso, la injusticia y el despotismo en el Perú. Por eso, dedicábamos a la revolución tanto o más tiempo que a las clases. Pero, para muchos de nosotros, la revolución, antes que una cuestión de bombas, de tomar por asalto, otra vez, muchas veces, el Palacio de Invierno, era de ideas, de libros, de ver y entender, a la luz de la doctrina que prestigió José Carlos Mariátegui y que parecía una llave mágica, un ábrete sésamo, para conocer las leyes de la historia y los secretos de la creación de la riqueza y la explotación social, la manera más eficaz de transformar la sociedad. Como esos libros prohibidos no se estudiaban en las aulas, y había que procurárselos secretamente, bajo mano, los estudiábamos en garajes, sótanos, altillos, y, a veces, hasta en parques públicos, en sesiones que duraban horas y de las que solíamos salir roncos de tanto discutir.

Aunque los años y la vida nos han ido aventando a todos por direcciones diferentes, y a la mayoría de estos compañeros, perdón, camaradas- no los he vuelto a ver, ellos figuran entre mis irreductibles recuerdos sanmarquinos, y los evoco con amistad. Héctor Béjar, mi primer instructor en el círculo de estudios, que era buenísima gente y tenía una aterciopelada voz de locutor; Podestá, Martínez, Antonio Muñoz y tantos otros. Pero, sobretodo, Lea Barba y Félix Arias Schreiber, con quienes, por un tiempo, conformamos un terceto irrompible. Nos tomaba media hora caminar desde San Marcos hasta la casa de Lea, en Petit Thouars; luego, una hora más hasta la de Félix, en la Avenida Arequipa, ya en Miraflores; y, a mí, solo, una última media hora hasta la calle Porta. Eran unas caminatas efusivas, dialécticas, entrañables, de intensos intercambios y ferviente amistad, la que por cierto no impedía la pugnacidad crítica y autocrítica. Todavía recuerdo mi desazón de aquella noche, en que Félix, luego de una violenta discusión sobre el realismo socialista, me lapidó de esta manera: "eres un subhombre".

Nunca me he arrepentido de aquella decisión juvenil de ingresar a San Marcos, atraído por esa aureola de institución laica, inconformista y crítica que la rodeaba, y que a mí me seducía tanto como la perspectiva de seguir los cursos de algunas célebres figuras que en ella profesaban. La obligación de una universidad no es, no puede ser sólo la de formar buenos profesionales, y, menos, en un país como el nuestro, con los problemas básicos de la civilización y la modernidad sin resolver. Es igualmente imprescindible que contribuya a formar buenos ciudadanos, hombres y mujeres sensibilizados respecto a la sociedad en que viven, alertas a sus carencias, retos, injusticias, a sus abismales disparidades, y concientes de su responsabilidad moral y cívica, de la necesidad de hacer algo, desde el ámbito vocacional y profesional de cada cual, para cambiar el destino sombrío que ha llevado al Perú, una y otra vez en la historia, a desaprovechar las oportunidades e incurrir en los mismos errores. Una universidad que evita la política es tan defectuosa como una universidad donde sólo se hace política. No era el caso de San Marcos cuando yo frecuenté sus aulas, entre 1953 y 1958. No todavía, en todo caso.
Conviene aquí, creo, hacer una breve reflexión sobre el tema de la democracia, palabra que sólo alcanza su pleno sentido cuando un pueblo se ve privado de ella y descubre, por contraste, lo importante que es, para que la vida sea vivible, que imperen la libertad y un sistema legal que protejan al ciudadano contra las arbitrariedades, atropellos y despojos de un poder sustentado en la fuerza militar.

El Perú acaba, una vez más, de hacer este aprendizaje a lo largo de ocho años (para no decir diez) de dictadura. La democracia retorna, en la alegría y la esperanza de millones de peruanos, muchos de los cuales ya olvidaron su entusiasmo y su complicidad con un régimen al que apoyaron creyendo ingenuamente como ocurrió cuando Odría y cuando Velasco- que un hombre fuerte, un caudillo rodeado de espadones, podía resolver, de manera más expeditiva, los grandes problemas del Perú. El campo de ruinas en que ha quedado convertido un país sobre el que se abatió, como una plaga de termitas, la rapiña delictiva del régimen extinto ¿nos servirá de escarmiento? A juzgar por las enseñanzas del pasado mediato, no nos confiemos demasiado.

Si no queremos que esto vuelva a ocurrir, y que, dentro de cinco o diez años, que es lo que suelen durar entre nosotros los períodos democráticos, se desplome la legalidad y vuelva otra mafia voraz a apoderarse del Perú, hay que darle sustancia y realidad, convicción e ideas, ímpetu y verdad, a esta quebradiza y confusa democracia que ahora renace, la democracia no resulta de un aparato de leyes y de la existencia nominal de unas instituciones civiles, sino, antes de eso y sobre eso, de una cultura compartida, de unos consensos profundamente enraizados en la mayoría de la sociedad, y del convencimiento mayoritario de que la mejor, la única manera civilizada de coexistir y luchar contra el atraso y la pobreza, es en el marco de convivencia pacífica, de legalidad y libertad que la democracia ofrece. Esa cultura no ha existido nunca en nuestro país, de manera continua, permanente, nunca se hizo carne de nuestra carne, ni se tradujo en nuestra manera natural de pensar y de actuar. Sólo ha surgido de manera esporádica, en períodos como el presente, en razón del asco y la indignación que genera un régimen particularmente corrupto y prepotente. Pero, este vasto consenso a favor de la libertad siempre fue fugaz entre nosotros; a corto y mediano plazo terminó por eclipsarse debido a la frustración con los gobiernos democráticos, que no satisfacían los anhelos puestos en ellos, o por la demagogia y la irresponsabilidad de quienes, en su avidez por llegar al poder, no vacilaban en socavar el sistema democrático con tal de destruir a sus adversarios.

Para que la cultura democrática cale por fin en la médula de la sociedad peruana y no volvamos a pasar por la iniquidad y la vergüenza de un Odría, de un Velasco, de un Fujimori y un Montesinos, es fundamental que nuestras universidades, empezando naturalmente por la cuatricentenaria San Marcos, formen, a la par que profesionales e investigadores, ciudadanos convictos y confesos, conscientes de sus deberes cívicos, intratables en la defensa de la libertad y de la coexistencia pacífica, resueltos enemigos de toda forma de vasallaje e intolerancia.

Es bueno que el pensamiento de los jóvenes sea radical, como quería Ortega y Gasset, que ponga en cuestión todas las verdades establecidas y los valores consagrados y se empeñe en comprobar si aquellas verdades lo son de verdad, y si estos valores merecen serlo, y que vayan hasta las raíces de todas las doctrinas y corrientes intelectuales en pos de un conocimiento más genuino y más actual. Nada más triste y decadente que una universidad de profesores y estudiantes conformistas. Pero el espíritu crítico, las actitudes inconformistas, el talante cuestionador y rebelde sólo son fecundos dentro de amplísimo marco para la controversia y la variedad de opciones que permite la democracia, la cultura de la libertad. Fuera de ella, la rebeldía corre el riesgo de volverse inquisición, dogma, violencia y terror. Una sociedad democrática puede ser y es, de hecho, siempre, cambiada y renovada desde adentro, para mejor y a veces para peor, pero sin odio y sin crímenes, con votos y argumentos, con diálogo y debates, con ideas y personas, sin bombas, sin asesinatos, sin secuestros, sin el estallido de brutalidad y salvajismo que terminan siempre por desencadenar las doctrinas totalitarias que se creen dueñas de una única verdad histórica y con derecho, por lo tanto, a abolir todas las otras e imponer la suya a sangre y fuego.

En las heroicas jornadas de estos últimos meses, los sanmarquinos, junto con los universitarios de todos los centros académicos, salieron a las calles a combatir a un régimen dictatorial y su lucha pacífica desplomó a la dictadura y nos permitió a los peruanos empezar otra vez nuestra vida cívica, por el buen camino. Gracias a ello hemos tenido, por primera vez en once años, unas elecciones libres y las volveremos a tener dentro de unas semanas, para elegir al próximo gobierno. Cualquiera que éste sea, será incapaz de resolver, con la prisa que quisiéramos, los enormes problemas, las tremendas expectativas puestas en él. El país está deshecho, en sus instituciones, en su economía, en su moral. Lo importante es empezar cuanto antes la gigantesca tarea, con la participación de todos, y preservando este ámbito de libertad, de civilidad, que ha costado tanto sacrificio restablecer. Mientras lo conservemos, impidiendo que lo vuelvan a prostituir los tanques de los golpistas, o los atentados de los fanáticos, o lo disuelva la cáustica corrupción, habrá esperanza. Si todas las muchachas y muchachos que egresan de San Marcos y demás universidades del país tuvieran esta convicción hincada en su espíritu, comenzaría a ser otra, mas generosa y más justa, más moderna y optimista, la historia del Perú.

Además de tomar las primeras lecciones de civismo y militancia, en la nerviosa clandestinidad, con mis amigos de Cahuide, y de participar en innumerables mítines-relámpago contra Odría en el Parque Universitario, La Colmena y la Plaza San Martín, que venían a romper los manguerazos de agua pútrída del aparatoso Rochabús, en mis años de sanmarquino leí y estudié mucho, y puedo asegurar que, a la sombra de estos portales y palmeras del Patio de Letras se forjó mi vocación de escritor. Cuando_ entré a San Marcos, era un muchacho que amaba la literatura, lleno de incertidumbre sobre mi porvenir. Cuando salí, aquel adolescente confuso se había convertido en un joven convencido de que su destino era escribir y resuelto a hacer lo posible y lo imposible para lograrlo. La literatura estaba en el aire de la Facultad de Letras, no sólo en las clases y en la polvorienta biblioteca. Se la vivía también a plena luz, cada mediodía, cuando acudían los poetas, los narradores, los dramaturgos, reales o en ciernes, de ésta o de otras universidades o de ninguna, o de la universidad de la bohemia que era el café Palermo, a la vuelta da esquina. Pues, el Patio de Letras de San Marcos funcionaba como cuartel general de la literatura peruana.

Allí, escuchando a esos adelantados, el joven primerizo aprendía sobre autores indispensables, libros claves y técnicas de vanguardia, tanto o más que en las clases.Allí oí yo a Carlos Zavaleta mencionar por primera vez a William Faulkner, que sería desde entonces uno de mis autores de cabecera. Y allí descubrí a Joyce, a Camus, a John Dos Passos, a Rulfo, a Vallejo, a Tirant lo Blanc. Allí oí hablar por primera vez de los cuentos de julio Ramón Ribeyro, que ya vivía en Europa, y conocí a Eleodoro Vargas Vicuña, el autor de los delicados relatos de Nabuín; y al impetuoso e impredecible Enrique Congrains Martín, un ventarrón con pantalones que fue, antes de narrador, inventor de sapolios para lavar ollas, y luego, de muebles de tres patas, y que editaba y vendía sus libros, de casa en casa y de oficina en oficina, en contacto personal con sus lectores, como un autor medieval de pliegos de cordel. Y allí pasamos muchas horas discutiendo sobre Sartre, Jorge Luis Borges, Los tíempos modernos parisinos y la revista Sur de Buenos Aires, con Luis Loayza y Abelardo Oquendo que, aunque de la Católica, venían también con frecuencia a las tertulias peripatéticas del Patio de Letras. Allí me pusieron mis amigos el apodo de apodo "sartrecillo valiente" que me llenaba de felicidad. En verdad, los narradores estaban en minoría, pues proliferaban sobre todo los poetas: Washington Delgado, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, Alejandro Romualdo, y algunos que, sin dejar de escribir poesía, eran ya críticos y profesores, como Alberto Escobar. El teatro no estaba tan bien representado, aunque algunas mañanas hacía sus rápidas apariciones por el Patio de Letras, con una galante rosa roja en la mano para homenajear a una estudiante de la que estaba prendado, el afilado perfil de Sebastián Salazar Bondy, hombre de teatro, de poesía, de relatos, crítico, divulgador y promotor de cultura, que sería, años después, íntimo amigo. No estoy seguro, pero sospecho que en ese caleidoscopio de la literatura local que era el Patio de Letras de San Marcos se armaban los demorados números de Letras Peruanas, la revista que dirigía Jorge Puccinelli y que fije como la tribuna de aquella generación de escritores.

Enseñar en San Marcos era entonces muy prestigioso desde el punto de vista social y hasta mundano y casi todas sus facultades contaban con las figuras más destacadas de cada disciplina y profesión. Abogados, médicos, economistas, farmacéuticos, dentistas, químicos, físicos, psicólogos y, por supuesto, los humanistas de todas las especialidades, tenían como punto de honor como suprema distinción de su carrera enseñar en San Marcos. Y por eso, aunque los sueldos fueran escuálidos y las condiciones de trabajo sacrificadas, la Universidad podía jactarse de ofrecer, a los estudiantes que supieran aprovecharla, la más enjundiosa preparación intelectual.

Esto no sólo era evidente en las dos Facultades donde tuve la suerte de estudiar. Hablo de una Universidad donde todavía enseñaban Raúl Porras Barrenechea, José León Barandiarán, Jorge Basadre, Mariano Iberico, Luis Alberto Sánchez, (a su vuelta del exilio en 1956), José María Arguedas, Luis E. Valcárcel, Honorio Delgado, Oswaldo Hurtado, Carlos Cueto Fernandini, Leopoldo E. Chiappo, y muchos otros de equivalente talla intelectual.

La mejor Universidad del Perú, académicamente hablando, era entonces la más popular. Pues, en sus facultades abiertas a todos los sectores y estratos sociales, convivían muchachas y muchachos a los que las diferencias de fortuna y condición difícilmente hubieran permitido acercarse y conocerse fuera del recinto integrador de la Universidad. Luego, la explosión demográfica estudiantil, las crisis económicas y políticas (algunas de las cuales estuvieron literalmente a punto de desintegrar a la más antigua Universidad de América) y la multiplicación de unos centros de enseñanza superior, han ido desapareciendo esta composición única, multiclasista y multisectorial, que todavía tenía San Marcos cuando yo fui sanmarquino. Hoy, el panorama universitario se ha descentralizado de manera notable, lo que es magnífico; pero, no lo es, sin duda, que en la actualidad este panorama reproduzca, casi al milímetro, los grandes abismos de ingreso y de cultura que separan a los peruanos. Y que en algunos de esos centros académicos especializados, precisamente los de más alto nivel técnico y profesional, los estudiantes vivan a menudo en una campana neumática, sin enterarse casi de los grandes conflictos y traumas del Perú, ni codearse con quienes más los padecen.

En los años cincuenta, San Marcos era aún, en formato reducido, una réplica bastante aproximada de la sociedad peruana y este solo hecho resultaba, de por sí, pedagógico. Los problemas del Perú repercutían en sus aulas, reverberaban en sus patios, contaminaban sus laboratorios y seminarios, a través de la procedencia versátil de los estudiantes, e impregnaban íntimamente los estudios, las relaciones personales y la marcha de la institución. Fuera cual fuera la especialidad elegida, los sanmarquinos recibían, en sus años universitarios, un curso acelerado y frontal sobre la problemática peruana.

Quisiera, en esta evocación nostálgica de mis años sanmarquinos, recordar a algunos profesores, con agradecimiento. A Augusto Tamayo Vargas, que me dio las primeras clases de literatura peruana que recibí nunca, y que me hizo, en el tercer año, su asistente, de modo que, una vez por semana, debí dictar (lleno de aprensión) la clase. De esa precoz experiencia como profesor de literatura luzco algo de qué enorgullecerme: haber tenido como alumno a Alfredo Bryce. A José Montuello, que vino del Brasil, y, en un seminario estimulante, nos hizo leer al extraordinario Machado de Assis. A Jorge Puccinelli, a Luis Jaime Cisneros, a Alberto Tauro, a Manuel Beltroy, a Luis Felipe Alarco, a José jiménez Borja, a Estuardo Nuñez, y a Luis Alberto Sánchez, cuyo contagioso entusiasmo por Rubén Darío me hizo descubrir al padre y maestro mágico del modernismo, sobre el que, a consecuencia de aquellas estupendas clases, escribiría luego mi tesis de grado. La lista sería larga. Que baste este botón de muestra.

Pero debo hacer un recuerdo especial de Raúl Porras Barrenechea, con el que, además de ser su alumno en San Marcos, tuve el privilegio de trabajar, en Miraflores, en su casita de la calle Colina, invadida de libros y quijotes, de lunes a viernes, todas las tardes, acerca de cinco años. En España, en Francia, en muchos lugares de la tierra me ha tocado escuchar a sabios expositores, a eminentes maestros. Por ejemplo, a Marcel Bataillon, reconstruyendo, en el Colegio de Francia, los días finales del, Tahuantinsuyo como si hubiera estado allí, ante un auditorio de franceses extasiados con la elegancia de su exposición; o a Dámaso Alonso, en la Complutense de Madrid que, no cuando explicaba filología, sino cuando desmenuzaba un poema de Quevedo, de San Juan de la Cruz o de Góngora, se tornaba un delicado relojero de la lengua, un verdadero rabdomante en la indagación de aquella humedad íntima del ser donde, según él, nace la poesía. Pero ni ellos, ni ningún otro, fulguran en mi memoria como mi querido maestro sanmarquino, de manos pequeñas, ojos azules y barriguita prominente, que, cuando subía a su pupitre, armado con su panoplia de fichas atiborradas de letras microscópicas, como patitas de araña, y comenzaba a hablar, se convertía en un gigante, en un convocador a cuyo llamado acudían, prestos, luminosos, diáfanos, deslumbrantes, los grandes y los menudos hechos del pasado peruano. Porras no era un orador, si orador quiere decir regurgitar banalidades, estereotipos y lugares comunes con voz arrulladora y ademanes de domador de circo. Era un sutil, incisivo expositor, cuyo dominio del idioma daba a su exposición una fluidez de río sereno y poderoso, una gran precisión y sutileza enriquecida por la gracia. Lo que él decía en sus clases estaba dicho con desenvoltura, ironía, color; pero, además, se apoyaba en una investigación rigurosa y personal de cada tema, de modo que, escuchándolo, sus alumnos teníamos, junto al deslumbramiento por la riqueza de la aventura histórica, por la excepcionalidad de la materia que explicaba, la certeza de que aquello no era repetición, enseñanza ya sabida, sino historia gestándose ante nuestros ojos y oídos, en el salón de clases. Era imposible, después de charlas tan incitadoras, no correr a la biblioteca a tratar de averiguar más cosas sobre la historia del Perú.

Me he dejado llevar por la emoción, en este repaso cargado de añoranza de mis años sanmarquinos, pero les aseguro a ustedes que no soy nada pasadista ni retrógrado. Me siento a años luz de esas estatuas de sal convencidas de que "todo tiempo pasado fue mejor". Eso, en todas partes, pero, sobre todo, en el Perú, es inaceptable. En nuestro país, donde, aun en los períodos de mayor esplendor histórico, prevaleció siempre la injusticia, el privilegio de unos pocos y la pobreza y la explotación de los más, lo mejor no puede ser el pasado, sino lo que vendrá, un futuro que debemos construir aprovechando todas las oportunidades que tenemos a la mano, que son muchas. Una de ellas, es, precisamente, el ser hijos de un "país antiguo", como decía José María Arguedas, un país que, a lo largo de su milenaria historia, alcanzó muchas veces la grandeza y la fuerza, aunque nunca, por desdicha, la justicia y la libertad, inseparables de esa flor todavía exótica en nuestro suelo: la cultura democrática. Esta Universidad es uno de los emblemas más excelsos de esos períodos de auge de nuestra historia. Es la primera que la corona española fundó en América con la intención de que fuera un foco espiritual que irradiara sobre todo el continente, un centro neurálgico de recepción, creación y transmisión de la cultura, un semillero de ideas y valores, una formadora de eminencias. Eso ha sido San Marcos en los mejores momentos de su prolongada historia, y cada vez que resucitaba de esas crisis que parecían a punto de extinguirla, y deberá volver a serio, en el futuro, cuando, como en un cuento de Borges, el Perú se encuentre, por fin, con su escurridizo destino.

En esta solemne ocasión, con mi agradecimiento a mi Alma Mater, quiero hacer un voto de confianza en el futuro de San Marcos, como institución científica y académica, y como forja y fuelle del compromiso con la cultura de la libertad de las nuevas generaciones del Perú. (17 de Abril del 2001)

No hay comentarios:

Publicar un comentario